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martes, 21 de junio de 2011

CON PALABRAS AJENAS

A mis compañeros del Hernán, símbolos de otras ausencias.



Hoy me toca decir adiós a un centro donde llegué hace más de dos décadas. Me llevo muchos recuerdos, muchos afectos, algunos sinsabores; y, creo que dejo, al menos así lo siento yo, el testimonio de un compromiso con la enseñanza pública, laica y de calidad, en la que los alumnos no sean entendidos como clientes sino como ciudadanos de un Estado social y democrático, tal como dice nuestra Constitución, aunque a veces se olvide.

He puesto mi granito de arena para reivindicar la dignidad de la praxis profesional del colectivo al que he pertenecido, denostado desde dentro y desde fuera. He defendido siempre la dignidad profesional, agredida a veces, sobre todo, cuando se pretende que los profesores desarrollen tareas impropias de su labor docente. De todo ello he dejado constancia en los claustros, en los consejos escolares, de los que he formado parte; y en el sindicato en que estuve durante muchos años, hasta que se convirtió en una sucursal de la Consejería.

El centro que dejo hoy ya no es el que encontré hace veinte años. El óxido del tiempo ha pasado también por sus pasillos, sus aulas, sus puertas, sus ventanas deterioradas, aunque todo esto se arreglará un día con unos buenos presupuestos.

Y parafraseando los versos que aprendí en la adolescencia, lo cierto es que volverán a abrirse las aulas en septiembre y a llenarse de voces adolescentes; la sala de profesores se llenará de caras nuevas y seguirán entregándose esos horarios que “Dios daba y San Pedro bendecía”; pero los horarios que llevaban nuestros nombres, esos… ¡No volverán!

Los que tampoco volverán a pasar por la puerta, ni a llenar con su voz la sala de profesores, ni a intervenir en los claustros son los profesores que se fueron año tras año, pero el claustro se renovará cada curso; y en el rincón aquel donde nos sentábamos, nuestro espíritu errará, nostálgico…

Quizás para cerrar el círculo que el tiempo teje en la vida de cada uno de nosotros, vuelven a mí las primeras imágenes de una mañana de septiembre en la que me presenté en el instituto acompañado de mi hijo, entonces un niño de seis años. Me hizo la observación de que el edificio era igual que el de Huelva, aunque allí se encontraba junto a la marisma. Durante estos años, cuando miraba desde las ventanas de las clases, siempre he evocado aquellos paisajes juanramonianos y el olor a sal que entraba por la ventana como si fuera el ensoñado de sus poemas de otoño.

En mi vida he comprobado cómo al final de una experiencia siempre se regresa al principio, no es que yo asuma la teoría del eterno retorno pero sí he visto cómo la vida devuelve a nuestros labios esa expresión tan honda de ¡ay madre! como si con ello retornáramos al útero materno, único lugar en el que sin duda fuimos felices. Quizás por ello, es en este momento, cuando surgen como una evocación necesaria los nombres de mis primeros compañeros del Seminario de Lengua española en el Hernán: Ángela Vicente, Luis Marcos, Inmaculada Lamarca, Juan José Arranz y Ángel Romera.

En estos años he sido testigo de la marcha de muchos compañeros, pensando siempre en el día en que me tocaría a mí, sabiendo que marchitará la rosa el viento helado, todo lo mudará la edad ligera, por no hacer mudanza en su costumbre; consciente de que nuestro destino es pasar haciendo camino sobre la mar…, que no es el morir sino el ámbito de nuevas experiencias.

Sé que quizás mañana cuando alguien se siente en la sala de profesores me nombrará y uno nuevo junto a él no sabrá a quién se refiere, pues ocurrirá conmigo lo que antes con otros. ¿Quién se acuerda de los buenos días de don Ramón de la Osa? ¿Quién recuerda a don Eduardo Bernal? ¿A don Jesús Arenas?

Y me iré sin echar la vista atrás pues quien torna su mirada se convierte en estatua de sal. Así que no volveré, pues no sé si habría quien me aguarde de mi doble ausencia larga, o quien bese mi recuerdo, entre caricias y lágrimas. Pero habrá estrellas y flores y suspiros y esperanzas, y amor en las avenidas, a la sombra de las ramas.

Fue San Juan de la Cruz, mi querido Juan de Yepes, el que me enseñó que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura; quizás por eso me he curado de la dolencia de enseñar con la presencia de los alumnos a los que he visto pasar por los diferentes cursos de mi vida cantando siempre el mismo verso pero con distinta agua.

Y, aún sabiendo que llegué a esta profesión por circunstancias, reconozco que debo mucho a quienes fueron mis maestros y aunque he debido esperar mucho tiempo, casi toda una vida, para juzgar si su labor fue más o menos acertada, quiero hacer caso a Juan de Mairena y que sean los descendientes de mis alumnos los que formulen el juicio sobre si mi labor ha sido más o menos acertada.

No hablo con quienes una burla del destino compañeros míos hiciera, sino que hablo a solas (Quien habla a solas espera hablar a dios un día) o para aquellos pocos que me escuchen con bien dispuesto entendimiento. Aquellos que como yo respeten el albedrío libre humano disponiendo la vida que hoy es nuestra, diciendo el pensamiento a quienes llenan las aulas cada principio de curso y que al llegar los meses de abril y mayo hacen que el instituto espere también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera.

¿Qué herencia sino ésa recibimos? ¿Qué herencia sino ésa dejaremos?

Y como hay que partir, sólo me llevo, para ir ligero de equipaje, las palabras del poeta del éxodo y del llanto: Ser en la vida romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos; ser en la vida romero, sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo...

Hasta siempre






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