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viernes, 25 de noviembre de 2011




                                              
TIEMPO DE ADOLESCENCIA

A veces es inevitable evocar el tiempo ido, eso que mi abuelo llamaba los tiempos de antaño. Y entre ellos, el que más evoco es el tiempo de la adolescencia. Es curioso, pues dicen que el más añorado es el de la infancia, al ser la época en la que fuimos más felices. No lo sé, pero, desde unos meses a esta parte, lo que emerge en mi conciencia son los años interminables  de la adolescencia, los amigos de entonces,  los conflictos, los miedos que me paralizaban cuando me encontraba en situaciones nuevas. Evoco aquellos momentos en los que la rebeldía se manifestaba en una mirada, en un silencio o en un no hacer las cosas que te mandaban.
Traer aquellos días a la memoria no responde a un deseo de revancha, ni de recreación, sino a esa necesidad de sacar de las profundidades de la conciencia,  de sus galerías, ese pasado que fue presente y  quedó aletargado, que no dormido, en esos recovecos del alma a los que volvemos en estos tiempos en los que el frío nos hacer regresar  en busca de aquellos calurosos y turbulentos  días adolescentes.
Van surgiendo rostros de muchachas a las que creímos amar antes de descubrir lo que era el amor; rostros de muchachos con los que compartimos secretos que guardábamos ante  el confesionario, a donde acudimos algunas veces empujados por la costumbre, hasta que un día dejamos de hacerlo.
Es doloroso recordar nombres y saber que las personas que  respondieron a ellos ya no existen; cruzarte por la calle con quien un día se dijo tu amigo y hoy no te reconoce en la persona en la que te has convertido. Otros, aunque te recuerdan, te borraron de su agenda porque sus intereses son otros y tú ya no respondes a ellos. Sin embargo, a cambio de todo lo que perdiste, has ganado sabiduría y has aprendido algunas cosas que alivian el peso de tantas ausencias.
Ahora evocas las aulas del instituto al que tuviste el privilegio de ir, pues no todos tus compañeros de la escuela disfrutaron de aquella oportunidad. Durante aquellos años no eran muchos los que estudiaban bachillerato, aunque fue a principios de los sesenta cuando se notó un aumento en el número de estudiantes que llegaban a las aulas. El país cambiaba lentamente, y muchos padres, los que habían sido niños de la guerra, desposeídos de tantas cosas, entre ellas, de sus años de escuela y de juegos, incluso de la presencia de sus propios padres, que nunca regresaron de la guerra o de la cárcel, tomaron conciencia de que solo estudiando podían sus hijos mejorar su vida, y empezaron a sacrificarse para que pudieran hacerlo. Solo así llegarían a ser alguien, pues tener estudios permitía encontrar una colocación, buscar un lugar bajo el sol sin llevar la vida de padecimiento que ellos conocían. Existía el convencimiento de que sin estudios nunca serías un hombre de provecho, que permanecerías siendo carne de cañón. Y tener un hijo con estudios fue el sueño de muchos de aquellos hombres de la posguerra, que se ganaban la vida en trabajos duros, con sueldos pequeños que apenas daban para ir tirando.
¿La adolescencia? Ahora la recuerdas sin nostalgia. Fue un tiempo duro, de esfuerzo, en el que te presionaban para que espabilaras si querías ser alguien el día de mañana. Esa obsesión no te dejaba disfrutar del presente. El futuro era la losa, la sombra que impedía gozar del sol de aquellos años plenos como nunca hubo otros; y de los que, sin embargo, apenas si recuerdas algunos nombres, un rostro difuminado por la tristeza y ese poema escrito en un papel que el paso del tiempo ha llenado de polilla.

viernes, 11 de noviembre de 2011

CAMINO DEL AZCOLLAR



Quienes viven en ciudades como Madrid, Lisboa o Barcelona, por citar algunas de la querida Iberia, tienen a su disposición grandes avenidas, museos, cascos históricos y otras tantas cosas de las que carecen las pequeñas ciudades como ésta en la que vivo; mas, como lamentarse por lo que no se tiene apenas ayuda a vivir, conviene saber valorar y disfrutar de aquello que está a nuestro alcance y que no solemos apreciar por esa tendencia a idealizar aquello de lo que carecemos.

Una de las grandes aficiones de don Antonio Machado era la de pasear por los parajes del Duero a su paso por Soria o por los campos de Baeza durante los años que impartió docencia en la vieja ciudad moruna. Esto no es posible para una persona que viva en una ciudad como Londres o Moscú aunque haya en ellas grandes parques, pero sí para quien vive en una pequeña como Ciudad Real donde, desde cualquiera de sus cuatro puntos cardinales, se puede pasar en un abrir y cerrar de ojos a paisajes rurales que parecen salidos de una película del realismo mágico.

Saliendo por la parte oeste de la ciudad, después de cruzar el barrio de Los Rosales, nos adentramos en una zona de casas donde viven familias de clase pudiente a juzgar por el aspecto de las construcciones. Lo característico de estas mansiones es que no hay ninguna igual a otra, a diferencia de los adosados de Los Rosales que se parecen unos a otros como gotas de agua.

Mientras andamos por esta urbanización hemos de prestar atención, pues son frecuentes las cacas caninas que aparecen en las aceras... Esto nos obliga a ir salvando las deposiciones si no queremos plantar nuestras zapatillas en ellas con el consiguiente resultado que no es necesario detallar.

Nada más dejar atrás las últimas casas tomamos el camino de las Huertas, recién asfaltado gracias a los fondos del Plan “E”. A la derecha se encuentra un almendral convertido en carrizal y en el que ya empiezan a verse escombros, residuos de electrodomésticos y otros desechos dejados por desaprensivos que abandonaron la escuela antes de cursar la asignatura de educación para la ciudadanía. No hace muchos años, estos almendros eran cuidados con mimo y, al llegar la primavera, se abrían en flor llenando el aire con el intenso perfume de sus pétalos. Luego se cundió que los habían comprado para construir viviendas de lujo, pero el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, que ha despertado esa hidra con forma de crisis que nos amenaza por todas partes, ha dejado el almendral abandonado a su suerte y hoy aparece inundado por una espesa masa de hierbajos y cardos. Siguiendo por este camino de las Huertas llegamos hasta el que llaman de la Torrecilla, aquí tomamos el del Campillo donde, y ahora sí, empiezan a aparecer las primeras huertas que evocan en la nostalgia del caminante lo que un día lejano fuera un vergel en el que los viejos moriscos cultivaban hortalizas y frutas para los habitantes de Ciudad Real.

Muchas de las huertas de entonces han sido sustituidas por las actuales casas de campo, a las que llaman villas o quintas, aunque no tengan nada que ver con las que tuvieron los romanos de la vieja Hispania. Los pinos, cipreses y otras variedades de árboles de hoja perenne y caduca forman, cuando varias villas se agrupan, pequeños bosquecillos que son como oasis que rompen la monotonía de las barbecheras.

Algunas de las villas están rodeadas de barbacanas, otras con hileras de coníferas alineadas como lanceros en posición de combate. Tras algunas alambradas hay perros que ladran hiperbólicamente sin motivo y el caminante aligera sus pasos para dejar atrás la ruidosa agresividad de los ladridos.

El tránsito entre acacias, algarrobos, olmos negros y olivos cargados de aceitunas rompe la monotonía del asfalto con el que han cubierto los caminos. El oro de las hojas confirma que estamos en otoño, época de plenitud. No puedo dejar de recordar a ese gran poeta que es Juan Ramón Jiménez y algunos de sus versos:

Chorreo luz: doro el lugar oscuro,

trasmito olor: la sombra huele a dios,

emano son: lo amplio es honda música,

filtro sabor: la mole bebe mi alma,

deleito el tacto de la soledad.


Al pasar junto a una de las huertas pueden verse los membrillos amarillos. El caminante, que no tiene la costumbre de llevar cascos, puede captar el canto de los pájaros, el suave movimiento del aire que se quiebra en el tronco de los árboles, donde apenas se mueven las hojas en esta tranquila mañana de otoño.

Seguimos nuestro paseo, disfrutando de la variedad cromática que ofrece la tierra y de los olores con los que nos deleitan las plantas de hinojo que crecen en las cunetas, llenas de botellas, de latas vacías de cerveza, de plásticos, reflejo del abandono en que el Ayuntamiento tiene  estos parajes naturales. Aprovechando los últimos días de octubre los agricultores han arado la tierra y la estercolan para la siembra, antes de que lleguen las deseadas lluvias. En una de las quintas vemos que están podando los pinos y el ruido de la moto sierra contrasta con el silencio del campo.

A nuestro paso se asusta una bandada de palomas que revolotean sobre las rastrojeras en busca de alimento. Al fondo, puede verse un rebaño de ovejas pastando; no falta la figura del pastor, al que acompañan dos perros flacos que en nada se parecen a los mastines que guardaban antaño las majadas; ni el hombre que las vigila se parece a aquellos pastores que venían desde las altas tierras de Soria al Valle de Alcudia. Lleva por zurrón una bolsa de plástico en la que guarda la botella del mismo material con el agua: caldo caliente cuando se la bebe. Recordamos aquellos toneletes de madera que usaban antes los pastores. Al pasar a su lado lo saludamos y nos devuelve sorprendido el saludo; deducimos por su acento que se trata de un inmigrante rumano.

Coronamos la cuesta desde la que se divisa la cantera del Azcollar y, algo más al fondo, la ermita y murallas del castillo de Alarcos, levantado sobre un cerro a cuyos pies corre el río Guadiana entre los campos donde las tropas castellanas de Alfonso VIII de Castilla fueron derrotadas por las andalusíes en 1195. Es una panorámica única a la luz de esta mañana de otoño, un lujo de estas tierras manchegas.

A la vuelta cogemos campo a través hasta salir a un cruce donde vemos el camino de Villadiego, pero, en vez de tomar las de Villadiego, como la mañana se nos echa encima, decidimos seguir el camino del Cristo en dirección a la ermita de la Poblachuela. Por esta zona encontramos construcciones típicas, algunas en ruinas y abandonadas: viejas casas de adobe, con paredes encaladas y dependencias adjuntas en las que se guardan los aperos, tractores y alguna máquina ya en desuso, como la vieja aventadora que vemos bajo un cobertizo; en estas casas viven las familias de los auténticos huertanos de la Poblachuela.

A pocos metros antes de llegar a la ermita encontramos la casa de la Torrecilla, aquí tomamos el camino de vuelta a la ciudad, que se ve a lo lejos cubierta de nubes plomizas. Nos parece un cuadro tenebrista en el que chocan las luces y las sombras; luego se torna en un lienzo impresionista lleno de espacios yuxtapuestos, indefinidos, por donde se mueven seres que sugieren sentimientos y sueños; y, a medida que nos acercamos a las primeras edificaciones, brotan con toda su crudeza las imágenes de duro realismo. Nos llama la atención la presencia de grúas inmovilizadas y bloques de piso con grandes carteles donde se anuncia su venta. Empiezan a caer las primeras gotas y aligeramos el paso para evitar que nos caiga encima el aguacero que nos presagiaban las nubes de plomo.



  

  

domingo, 6 de noviembre de 2011

¿Y SI VIENEN A POR MÍ?

He escuchado en la radio las últimas palabras que ha pronunciado en un mitin ese candidato con cara de registrador de la propiedad y he dormido intranquilo toda la noche. No soy persona que tenga pesadillas (alguna he tenido, pero no es lo habitual). Me sorprende que alguien que pretende ser presidente del gobierno de este país, de alguien que ayer mismo confesaba querer el voto para ser presidente de todos, se descuelgue hoy, ante una masa de seguidores,  con ese grito de guerra de ¡A por ellos!

¡A por ellos!, le responden a una, tal como solían hacer las multitudes en las intervenciones de aquel personaje que llevó al cine el gran Charles Chaplin. Me he despertado varias veces durante la noche, sobresaltado, temiendo que vinieran a por mí; por fin, al amanecer he intentado tranquilizarme diciéndome a mí mismo que eso son cosas que se dicen para los seguidores acríticos, pero no me convenzo ¿Quién me dice que mañana, cuando estén en el gobierno, alguno de ellos  no la tome conmigo al saber que yo soy uno de esos millones de idiotas que votarán a la socialdemocracia?