.
REMINISCENCIAS PUERTOLLANENSES
(TREINTA AÑOS DESPUÉS)
A mis
amigos Alejandro Monroy, Emilio Bautista, Fernando Mansilla y Ricardo Durán.
“Idealizado
por el tiempo fue
lo
ingenuamente cotidiano, el barro,
la
lluvia, los paisajes, la presencia
que nos
dejó su hueco”.
Carlos
Álvarez
“Que estés lejos siempre, siempre/ ya que
verte no es soñarte. /Mucho mejor es pensarte que tenerte/Qué lejos siempre,
siempre”. Estos versos del onubense Rafael Manzano quise que me sirvieran de
pórtico para adentrarme en los resquicios de mi memoria al escribir desde la
distancia un pequeño articulo que me pedían para el especial de la Feria de
mayo de 1988.
En aquellos días de abril, llenos de
azahar y de jazmín, en Huelva, había que cerrar a veces los ojos heridos por la
luz. Pinos y marismas. El mar. A la izquierda de mi estudio resaltaban las
blancas casas, no muy lejos, de Moguer.
“Vámonos
al campo por romero,
vámonos,
vámonos
por
romero y por amor…”
La primera vez que escuché estos
versos fue en una de las aulas del viejo
instituto “Fray Andrés” donde estudié el bachillerato y al que regresé años más
tarde como profesor. Cinco años entre sus aulas enseñando y recordando estos lejanos
y tan próximos versos de Juan Ramón. Allí,
entre el río Tinto y el Odiel, Puertollano quedaba lejos: En el norte del sur o
en el sur del norte. ¿Dónde?
Al recordar lo primero que evocaba
eran las calles de mi infancia: Calle de la Torrecilla, calle de la Fuente,
calle de Santa Ana, calle del Santísimo, calle de Mendizábal (donde nací),
calle del Cuadro, calle de la Amargura (en la que pasé mi primera infancia), calle de
la Aduana (antes de Triana y de Fermín Galán durante los años de la Segunda
República), calle del Gran Capitán (donde viví). Calles y calles, calles y nombres.
Reminiscencias.
Penetrar en el laberíntico pozo de
la memoria, sacar imágenes trascordadas no es otra cosa que tediar con grises
anécdotas la ya grisácea realidad de la ausencia. Podemos evocar los rostros,
las cosas ausentes y los espacios lejanos en los falsos espejos de la memoria y
a través del lenguaje, en los no menos engañosos espejos de la escritura,
intentar representar aquello cuya ausencia nos duele. Por ello llenamos con
palabras los espacios vacíos, conscientes de que el nombre no sustituye aquello
a lo que designa, pero con el deseo de mantener viva la apariencia de lo
desaparecido y de lo ausente.
Al pensar en Puertollano siguen fluyendo
en mi conciencia los recuerdos como las aguas de un río desbordado. Preciso es
canalizarlo. Los nombres de sus calles están llenos de connotaciones. Imposible
decir calle de la Aduana sin pensar en los helados Morán, o recordar la calle
de la Amargura sin acordarse de la librería de Pizarro. ¿Cómo ir deshojando el
año sin caer en la cuenta de que el 23 de enero es el Día del Chorizo; o que tal domingo es el Día del hornazo? Y que cuando llegaban los últimos días de abril
muchas mujeres (a veces algún hombre) enjalbegaban
los patios y las fachadas de sus casas. A Puertollano acudían gentes de todas
las partes y de todas las clases: gitanos, chalanes, feriantes, turroneros.
Eran las vísperas de la feria.
Ramón Eiroa en su novela Pozo Levante escribe: “En mayo, con la
primavera, el pueblo explosionaba en un pozo de alegría y se diluían las
inhibiciones. Era la feria, la feria de mayo. Otra vez volvían los perforistas
y nuestros entibadores a bajar con sus hijos al pueblo –la última vez había
sido por Santa Bárbara- y después de recorrer las casetas y carruseles, volver
cuesta arriba con el paquete de churros recién hechos y los chiquillos desriñonados.
Aún a lo lejos, desde lo alto, se
paraban para contemplar los fuegos artificiales de la plazuela de la Virgen.
Por aquellas fechas las producciones bajaban, el número de heridos aumentaba y
los enfermos de dos o tres días se multiplicaban. Pero ya se sabía, era la
feria”. Estas breves pinceladas del escritor gallego, que vivió muchos años en
Puertollano, reflejan la importancia que la Feria de Mayo tenía para este
pueblo. Eran otros tiempos. En los años cincuenta y sesenta todavía conservaba
la ciudad aquella pequeñita, pero coqueta, plaza de toros que desapareció
víctima de la especulación. Después de su demolición asistí a una corrida que
se celebraba en una plaza portátil, contemplando
aquella tarde el más chabacano de los espectáculo, un esperpento irrisorio de
la fiesta, algo carente de estética y grotesco: un paseíllo desordenado y sin
gracia, un caballista desaliñado y a lomos de un potrenco y, al final, una
excavadora arrastrando los cuerpos ya sin vida de los toros. ¿Qué había sido de
aquellos troncos de mulillas atalajadas? ¿Qué había sido de aquel caballista
garboso que recogía la llave de los toriles? A la demolición de la plaza de
toros le siguió años más tarde la del Gran Teatro…Todo contribuía para que
Puertollano no pudiera luchar contra las tempestades o barbaridades urbanísticas
que se llevaron a cabo en la ciudad.
Hoy perdurará la ilusión de los
pequeños ante el tiovivo o el regocijo
de un viaje en el trenillo de la muerte,
ya con otro nombre; y continuará surgiendo el mismo deseo en los niños ante el estaribel lleno de chucherías.
La noria de la feria seguirá dando vueltas, unos bajándose, otros subiendo… Los
que fueron niños en los cincuenta y en los sesenta recordarán sus “ferias de mayo”, ya lejanas en el tiempo, con
reminiscencias de payasos que los hacían
reír y pasodobles de la banda municipal de música que en su trayecto hacia la
plaza de toros, dirigida por Don Emilio (Lozano de Sesma), animaba con sus notas a algún que otro
indeciso para salir corriendo a la taquilla y sacar la entrada antes de que
comenzara la corrida, “con el permiso de la autoridad competente y si el tiempo
no lo impide”, a las cinco en punto de la tarde.