Doce
tristes cuentos
Tengo en mis manos un librito de
doce cuentos publicados por Ediciones
Albores del que es autor Fernando
Mansilla Izquierdo, de quien ya he tratado en el tren del último curso en
otra ocasión para comentar algunos de sus poemas. El libro, con el título de Doce tristes cuentos, está compuesto
por doce relatos de los que en el breve prólogo, que sirve de vestíbulo,
podemos leer que “estamos ante un desfile de personajes atribulados que
sobreviven a acontecimientos vitales estresantes, quizás arquetipos de mujeres
y hombres en tiempos de pérdida y en vaivenes y circunloquios emocionales, que
barrenan por la pendiente de las desdichas, quedándose en barbecho”.
Las experiencias de estos personajes
tienen lugar en esa gran ciudad de la que aparecen referentes habituales como
la Plaza de Santa Ana o el Hotel Victoria, otras se desarrollan en Argamasilla de Calatrava, Puertollano o
en otros espacios ciudarrealeños en un
claro homenaje al lugar natal del autor de los relatos.
“En estos relatos resuena un retrato
social y espiritual de fracasados y estigmatizados sociales. Si se adentran en
estos doce tristes cuentos, preñados, de incertidumbre, seguro que, a pesar de
todo, encontrarán que siempre hay un camino de esperanza”. A pesar de estas palabras sacadas del breve
prólogo, ese camino de esperanza es difícil de encontrar en unas historias en
las que la mayoría de los personajes están abocados a un destino trágico como
el de esa pareja de mendigos formada por Rosario y Dionisio, que mueren
carbonizados. Dora, la prostituta marcada con la culpa de la muerte de una de
sus hijas por sobredosis. Fidel Paredes Bellón, el protagonista de uno de los
cuentos que más me han impresionado, El
sombrío jugador de ajedrez, también acaba con su vida. Gregorio, el
anacoreta, personaje que tiene un referente real en un individuo que hubo en
Puertollano en los años cincuenta y que vivía apartado en la Chimenea Cuadrá; quizás sea uno de los ejemplos donde hay un síntoma de carpen diem “porque no se sabe qué puede ocurrir mañana”. El moderno, el yonqui que acaba con su
vida arrojándose a las aguas del Manzanares; o el alcohólico de Vio pasar la vida que muere en un café
de Madrid en compañía del último amor de su vida, Rebeca, también alcohólica. Y
así hasta llegar a María, otro personaje que encuentra la muerte atropellada en
una calle de Madrid adonde desafiaba el tráfico en estado de ebriedad. Todos
estos personajes son seres angustiados y acorralados que huyen de sí mismos o,
en definitiva, de circunstancias segregadas desde unas relaciones sociales
determinadas. El autor logra con breves pinceladas que sus personajes salgan de la abstracción y
aparezcan como seres concretos y próximos ubicados en espacios plasmados con
descripciones que reflejan estados de ánimos acordes con el alma de los propios
personajes:
“A
través de la cristalera se veía la plaza de Santa Ana vacía y hermosa, con una
luz que la adornaba de fiesta cualquier día del año. Apenas alguna paloma
bajaba a ella, escrudiñaba entre la hierba su alimento y volvía a subir hacia
el tejado del Teatro Español. Durante unos segundos quedé con los ojos fijos en
un árbol, seguro que no era un ciprés, pero a mí se me antojó que lo era y la
plaza un parterre de un cementerio con lustrosos panteones, coronados por el
Hotel Victoria.”
Ha sido necesario que relea estos
doce relatos para conseguir deshacerme del
desasosiego que me produjo la primera lectura de los mismos ya que están
construidos de tal forma que es fácil que el lector no perciba cómo se
desvanece ese punto que separa la realidad de los personajes de esa otra realidad
en la que él se encuentra como lector. Este poder sugestivo de la lectura,
capaz de romper el punto situado entre la realidad y la escritura, es posible por
ese estilo directo que Mansilla plasma en la manera directa y fuerte de su modo
de relatar.
En definitiva, un libro de relatos
que viene a sumarse a la ya dilata obra
del escritor puertollanense afincado hoy en la
madrileña localidad de Pozuelo de
Alarcón.
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