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jueves, 24 de mayo de 2012



LA LARGA SOMBRA DE LA INTRANSIGENCIA

Las palabras de Cernuda refiriéndose a la ignorancia que precipitó a otros en la nada y su afirmación de que la historia de España fue actuada por enemigos enconados de la vida, son palabras que siguen teniendo vigencia en estos tiempos de crisis en los que algunos gobernantes muestran su intransigencia ante la situación de grandes sectores de la población española,  que vive con angustia la incertidumbre generada por la crisis que sufre el país.
Vivir contra ellos y esa ignorancia suya no es vida que a nadie apetezca, pero dado que son ellos los que emplean la ignorancia, el desinterés y el olvido, sus armas de siempre, contra los que no somos como ellos, no  queda más remedio que luchar para evitar que nos precipiten en la nada, como ya hicieron con todos los que, en otros tiempos, no  compartieron sus dogmas. 
Pero, ¿cómo combatir frente a esas armas en un país cuya historia está llena de tópicos, de fábulas y de engaños, que a fuerza de ser repetidos parecen ciertos? Un país donde, como ya dijo Cernuda,  el pueblo ha sido adoctrinado desde antiguo en creer que la razón de soberbia adolece. Desde que en el siglo XI, se impuso la escolástica, como corriente teológico-filosófica que propiciaba la subordinación de la razón a la fe, la cultura se supeditó a las exigencias del dogma y todos los que optaron por otras vías fueron acusados de disidentes y no tuvieron otra que callar o enfrentarse a la intransigencia  de los que habían implantado la ortodoxia.
La historia de España está llena de genocidios, expulsiones colectivas, conversiones forzosas y de otra serie de humillaciones, dirigidas a los que han calificado desde la ortodoxia como el otro, el contrario, la anti España ¿Dónde se encuentra el origen de la intransigencia que ha determinado que en este país las diferencias siempre se hayan resuelto mediante la anulación del disidente? El que ha disidido con la común doctrina, creencia o conducta ha sido considerado hereje y, por lo tanto contrario al credo del que ostenta el poder. Aquí está la clave de la intransigencia que ha caracterizado nuestra historia: la simbiosis del Dogma y el Estado en las caras de una misma moneda.  Desde entonces, el intransigente no encontró límites para imponer sus verdades a quien no las compartía.
Como muestra de las tergiversaciones, en el manual de Historia Universal y de España, que usé en mis tiempos de estudiante de bachillerato, leo unas palabras referidas al rey visigodo  Recaredo:
 Éste, impresionado por el martirio de su hermano, siguió los consejos de San Leandro (arzobispo de Sevilla, que había convertido a Hermenegildo), se convirtió al catolicismo (587) y ratificó su conversión en el III Concilio de Toledo (589). Como la mayoría de los visigodos siguieron el ejemplo de su rey y se convirtieron al catolicismo, la Iglesia adquirió una gran influencia sobre la sociedad visigoda, y los obispos gran ascendencia sobre los reyes. Los Concilios de Toledo, que hasta entonces sólo habían sido asambleas eclesiásticas, se convirtieron en un importante órgano de gobierno, del que formaban parte nobles y obispos, para resolver, a la vez asuntos políticos y religiosos.
Otra de las joyas de aquellos años, empleada en la escuela nacional católica,  era la Enciclopedia Álvarez, en la que se decía sobre Hermenegildo (al que trata como San Hermenegildo)  que “era hijo de Leovigildo y por negarse a renunciar a la religión católica fue perseguido por su padre y murió martirizado en Tarragona”.
Si, con estas historias fabuladas y falseadas, nos educaron a varias generaciones, no es de extrañar que la ignorancia haya hecho y siga haciendo estragos en este país. Quienes tengan  interés por salir de su ignorancia, pueden comprobar, gracias a la luz aportada por las investigaciones, que la historia de Hermenegildo nada tiene que ver con lo que nos enseñaron en la escuela, que no era otra cosa que una tergiversación más de la historia, en función de los intereses ideológicos de los que controlaban las estructuras del Estado.
Lo cierto es que, durante los siglos de dominación visigoda en Hispania, el comportamiento  de los reyes visigodos, hacia las diversas creencias de la población, se distinguió por la tolerancia que tradicionalmente había caracterizado la actitud religiosa de los reyes visigodos respecto a los otros credos diferentes al arrianismo.  Esta costumbre cambia con Leovigildo, una vez que el monarca decide establecer la unidad territorial y fortalecer la autoridad regia, al encontrarse con la oposición de algunos miembros del episcopado católico ortodoxo, entre los que se encontraban Leandro de Sevilla; Masona,  obispo católico de Mérida; y Frominius, obispo católico de Agde. La implicación de estos obispos nicenos en la sublevación obliga al rey a tomar medidas contra ellos, pero en ningún momento puede decirse que hubiera  persecución religiosa, a pesar de los testimonios de Isidoro de Sevilla y de Gregorio de Tours, por cierto, nada imparciales en sus escritos, debido a que estuvieron implicados en las luchas contra el rey Leovigildo.
Sabemos que, solo un siglo antes del III Concilio de Toledo, en la Hispania visigoda se profesaban diversos credos religiosos: catolicismo, priscilianismo, arrianismo, judaísmo, religión romana y credos indígenas. Sin embargo, no todos  pudieron desarrollarse del mismo modo, ya que ciertas personas  o religiones que gozaban de un status privilegiado en la sociedad  o se creían poseedoras de la ortodoxia intentaron en ocasiones imponer sus dogmas e impedir la expresión y manifestación de otras creencias, aun cuando las adhesiones a su credo no fuesen sinceras. Con tal motivo trataron de suprimir los símbolos religiosos, las señas de identidad y los lugares de culto de quienes pensaban de otro modo. En consecuencia, algunos de esos credos fueron desapareciendo, de modo que en el siglo VI los más importantes, de los que se seguían conservando entre la población de la Hispania visigoda, eran el arrianismo, el catolicismo y el judaísmo.
Desde que en el siglo IV los visigodos se habían convertido al arrianismo, este credo se había convertido en un signo  diferenciador de la identidad goda y en consecuencia no existía ningún interés por parte de los visigodos en conseguir nuevas conversiones. Esta actitud favoreció la coexistencia con los hispanorromanos, que eran mayoritariamente nicenos o católicos, pero las cosas cambian cuando se abjura del arrianismo y se declara el catolicismo religión oficial del reino visigodo de Toledo.
Si las palabras de los reyes y los obispos tenían algún significado real, no podía haber tolerancia para aquellos a los que era imposible integrar completamente en la nueva sociedad que deseaban construir.  Antes del Concilio del año 589, la situación era de cierta condescendencia por parte de los reyes con los otros credos que había en la sociedad hispana, pero la decisión de Recaredo de convertir el credo católico como religión oficial del reino visigodo cambió la situación. Al abjurar del arrianismo, los seguidores de este credo quedaban en situación ilegal, pues las decisiones  adquirieron fuerza de ley al publicar el rey un edicto de confirmación del Concilio. Se establecieron penas muy graves para los que desobedecieran. A partir de ese momento podían imponerse penas como la confiscación de bienes para los miembros de la nobleza y  el destierro y la pérdida de propiedades para los de las clases inferiores. Los godos y suevos fueron convertidos al catolicismo por decreto y a los judíos se les permitió seguir practicando su fe, aunque a partir de ese momento, en sucesivos concilios,  comenzó a desarrollarse una legislación llena de hostilidad hacia ellos, de modo que se inició una persecución que, si en un principio era ideológica, terminó siendo étnica. Los judíos sufrieron el endurecimiento de las leyes en contra de su religión: se prohibieron algunas de las prácticas fundamentales del judaísmo, como la celebración de la Pascua, las ceremonias matrimoniales o el rito de la circuncisión, incluso se les ordenó  que abandonaran sus hábitos alimenticios; también perdieron el derecho de iniciar acciones legales contra los cristianos o de testimoniar en su contra. Incluso, se desconfiaba de los bautizados obligándolos a pasar las festividades en presencia del obispo de la localidad. Como puede verse eran medidas humillantes, que atentaban contra la dignidad de cualquier persona y vulneraban lo que hoy se reconoce como Derechos humanos.
La intransigencia mostrada por los obispos ortodoxos y la dureza de las leyes parece ser que no era practicada por muchos nobles y algunos reyes, que solían ser tolerantes, hasta que eran presionados por los obispos que les recordaban la conveniencia de aplicar las leyes contra los que no practicaban la ortodoxia católica. Esto condujo a una situación de descontento entre la población, que explica que una vez que se produzca la caída de la monarquía visigoda y la llegada de los árabes a la península, sean miles de hispano visigodos los que se conviertan al islam y que los hispanojudíos reciban a los nuevos invasores con agrado, pues para ellos supuso el fin de la intransigencia y de la persecución a la que los tenían sometidos las autoridades católicas.
Durante la época de gobierno andalusí puede decirse que, salvo los periodos de predominio almorávide y almohade, los musulmanes hispanos -¿cómo llamar a quienes llevaban siglos en la península?- practicaron políticas de tolerancia respecto a los judíos y cristianos que vivían en su territorio. El islam respetaba los otros credos, aunque quienes se convirtieron en musulmanes gozaron de más ventajas que los mozárabes y los judíos. En los territorios en los que fueron surgiendo los reinos cristianos también se dio la convivencia de diferentes credos, salvo periodos en los que predominó la intolerancia por parte de algunos sectores del clero católico que inducía a una cierta judeofobia, tal como puede encontrarse en algunos autores literarios, entre ellos Gonzalo de Berceo, y en las predicaciones de ciertos  clérigos como es el caso de Ferrán Martínez, archidiácono de Écija. Fueron especialmente cruentos los pogromos de junio de 1391: en Sevilla resultaron asesinados   cientos de judíos, y se destruyó por completo la aljama, y en otras ciudades, como Córdoba, Valencia o Barcelona, las víctimas fueron igualmente muy elevadas.
Es curioso el caso de los mozárabes de Toledo, tratados, a pesar de haberse mantenido fieles a su fe cristiana bajo dominio musulmán, como vencidos por los cristianos del norte. Cuando Alfonso VI conquista Toledo en el año 1085, los mozárabes vieron como se les suprimía su culto mozárabe y se les imponía el romano en aras de la unidad que estaba imponiendo Gregorio VII, de forma intransigente  y sin contemplaciones.
Otro caso de intransigencia y de intolerancia es el sufrido por los musulmanes de Granada. En 1492, se firmaron las capitulaciones de Santa Fe en las que los vencedores se comprometieron a conceder  perdón general para todos los habitantes del reino, respetar  sus casas y costumbres, leyes, religión, idioma y vestimenta, entre otras cosas, sin embargo la poca disposición cristiana a cumplir los acuerdos llevó a  la imposición de nuevos impuestos a los musulmanes y la conversión forzosa. Todo esto  provoca la rebelión del Albaicín en 1499 y de las Alpujarras en 1500, que supusieron el fin "legal" de las capitulaciones y la conversión masiva de los mudéjares al cristianismo. La intransigencia de algunos eclesiásticos, entre ellos el todopoderoso Cardenal Cisneros, condujo al incumplimiento de las capitulaciones de Granada, y los musulmanes fueron obligados a aceptar  el catolicismo, cosa que hicieron ante la amenaza de ser expulsados de sus casas y de sus tierras. En menos de un año fueron desposeídos de todo, de su lengua, de su religión y de su cultura. Este era el modo de integración que ofrecieron los vencedores. Los que se quedaron en España lograron sobrevivir, hasta que en el siglo XVII se volvieron a fijar en ellos las autoridades y decretaron su expulsión. ¿Se fueron todos? Sabemos que muchos consiguieron quedarse y hoy sus descendientes forman parte de la España actual.

   Unos años antes, en 1492, los Reyes Católicos  habían decretado la expulsión de los judíos, salvo que se convirtieran al credo católico, después de algunos siglos tolerados por los monarcas de los reinos cristianos.   Seguramente,  presionados por los dirigentes de la Iglesia, que mostraban una clara intransigencia con la comunidad judía, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, decretaron la expulsión de todos aquellos que profesaran la fe de la Torá, salvo los que se convirtieran al credo católico. Los judíos que eligieron su fidelidad a la fe de Abraham fueron expulsados de sus casas, de sus tierras y obligados a la diáspora; los demás fueron bautizados y pasaron a formar parte de los llamados cristianos nuevos o conversos.  Esta fue la tendencia dominante a partir del siglo XV, a medida se había terminado la conquista de los reinos andalusíes: implantar la religión católica de los vencedores sobre los vencidos. Ni una gota de transigencia, ni una gota de tolerancia. Conversión o destierro.
Los que se quedaron también sufrieron la intransigencia de la Iglesia y de la sociedad católica, inducida por los clérigos, sobre todo por los dominicos, que se distinguieron por su persecución de la fe judía. Una de las cosas que preocupaba a los musulmanes era que los obligaran a llevar distintivos en su vestuario como los llevaban los judíos. En El caballero de Olmedo, de Lope de Vega,  aparece una escena en la que se refleja esta costumbre de hacer llevar distintivos en el vestuario. Estas prácticas se adelantan en algunos siglos a las aplicadas por los nazis en Alemania y en los países que invadieron durante la guerra de 1939-1945. 
¿Quiénes eran los que decidían que aquellos miles de españoles fueran expulsados de su país, por el mero hecho de no compartir el credo de los que ostentaban el poder político? Hay que recordar que quienes decidían la expulsión de judíos y musulmanes no eran más españoles que aquellos a los que expulsaban. La persecución religiosa supuso que muchas personas fueran desposeídas de sus propiedades y que éstas pasaran a manos de cristianos. Todo un negocio y una motivación para la delación.
Uno de los elementos que funcionó como instrumento de la intransigencia fue el concepto de herejía. Todo lo que se apartaba de la ortodoxia establecida por las autoridades eclesiásticas se consideraba, si era sostenido con pertinacia, error en materia de fe, y era acusado de  hereje  todo aquel cristiano que en materia de fe se opusiera con pertinacia a lo que creía y proponía la Iglesia católica. Para mantener la ortodoxia católica se fundó en 1478  la Inquisición a instancias de los dominicos. El fin de este tribunal era vigilar a los judíos y musulmanes convertidos al catolicismo; después también fueron objeto de su vigilancia otros cristianos que, a juicio de los inquisidores, se apartaran de la ortodoxia. Todos los disidentes podían ser victimas de la Inquisición, que no perdía de vista a erasmistas, alumbrados y luteranos. Todo fue  fruto de una ideología religiosa y política que entendía la diferencia como una disidencia amenazante para la estabilidad de una Iglesia y de una Monarquía cuya legitimidad les venía, según ellos, directamente del cielo.

   Gozaron de mucha aceptación, entre el vulgo ignorante, los autos de fe que propiciaron la condena de cientos de personas por cuestiones religiosas. El primero de estos autos de fe se celebró en Sevilla el 6 de febrero de 1481: fueron quemadas vivas seis personas. La  actuación de la Inquisición adquirió tal dimensión que hasta el propio papa Sixto IV intentó moderar sus excesos haciendo pública una bula en la que reprobaba la labor del tribunal inquisitorial, afirmando que “muchos verdaderos y fieles cristianos, por culpa del testimonio de enemigos, rivales, esclavos y otras personas bajas y aun menos apropiadas, sin pruebas de ninguna clase, han sido encerradas en prisiones seculares, torturadas y condenadas como herejes relapsos, privadas de sus bienes y propiedades, y entregadas al brazo secular para ser ejecutadas, con peligro de sus almas, dando un ejemplo pernicioso y causando escándalo a muchos”.
Sin embargo, la Inquisición funcionó en España hasta el siglo XIX.
Era tal la intransigencia, que no solo corrían peligro los judeoconversos, los moriscos, alumbrados o luteranos sospechosos  sino también  los que “pensaban por sí mismos”.  Un erasmista como Luis Vives decía que no se podía hablar ni callar sin peligro; Un agustino ortodoxo, como fray Luis de León, sufrió prisión por traducir el Cantar de los Cantares al castellano desde la lengua hebrea, para que su prima pudiera disfrutar de los bellos versículos  de Salomón. Una monja carmelita, Santa Teresa de Jesús, sospechosa de iluminismo, tuvo largos y tormentosos conflictos con la Iglesia debido a su insistencia de “tratar a solas con Dios”, sin mediación institucional ninguna.  Consciente del peligro que corría, aceptó la ortodoxia, quizás para no seguir los pasos de sus antepasados de religión judía, que fueron condenados por la Inquisición y obligados a abandonar su natal Toledo. ¿Hasta dónde hubiera llegado aquella mujer de aguda capacidad intelectual sin la presencia de censores y confesores? Algunos siglos después, un ilustrado como Moratín se expresaba con no menos amargura que Luis Vives: No escribas, no imprimas, no hables, no bullas, no pienses, no te muevas y aún quiera Dios que con todo y con eso te dejen en paz.
En un país donde el poder siempre acaba, salvo breves suspiros de tiempo,  en manos de los dogmáticos, no deja de producir terror proclamas como la siguiente: “Lo que nosotros enseñamos es cierto, y lo que no, es falso”. Victimas de esta línea fueron ya en pleno siglo XIX, durante la tan cacareada restauración borbónica de Cánovas del Castillo, los miembros de la Institución Libre de Enseñanza, expulsados de sus cátedras por no adecuar sus enseñanzas a los dogmas de la Iglesia católica, metida en  los pliegues del Estado y actuando de dique a las aguas de la modernidad y de los descubrimientos científicos que no se ajustan a sus dogmas. Son númerosos los ejemplos, que en la actualidad, intentan frenar los avances de un país que quiere romper con prejuicios y falsas concepciones, pero ahí están los dueños de la ortodoxia intentando imponer su moral y sus dogmas para que los gobernantes legislen en función de sus intereses y de su ideología.
Todavía tenemos el  triste recuerdo de cómo  el intento, de la burguesía progresista y moderada de la primera mitad del siglo XX, por separar la Iglesia del Estado, fue traumáticamente impedido con una sublevación militar, legitimada por la jerarquía de la Iglesia,  del mismo modo que Urbano II legitimó  a los ejércitos del medievo para conquistar las tierras de Palestina y hacer la guerra a los turcos al grito de ¡Dios lo quiere!
Y salgo de esta larga sombra de  intransigencia, aunque se podrían poner muchos ejemplos de hoy mismo en los que hablar de memoria histórica, matrimonios entre personas del mismo sexo y de otras cuestiones que solo atañen a la conciencia individual y a la libertad de cada cual para vivir según su conciencia, enfurece a más de un intransigente al que le gustaría que todavía se pudiera aplicar aquello de que  “todo rebelde a la verdad, con la espada debe ser llevado a la verdad”.  Claro, que no saben, debido a su ignorancia, desinterés y olvido, que su verdad no es la verdad.