EL
CORAZÓN DE UN SUEÑO
Como escribe Eutimio Martín en “Oficio
de poeta”, su magnifica biografía sobre el poeta de Orihuela, “Miguel
Hernández, pertenece a esa clase excepcional de escritores cuya obra consume su
vida y cuya vida consume su obra, de modo que obra y vida terminan
constituyendo una sola y misma cosa”.
Es difícil encontrar en la historia
de la literatura española un autor enfrentado a circunstancias más adversas que
a las que tuvo que hacer frente quien escribió, entre otras obras, “Vientos del
Pueblo” y “Cancionero y romancero de ausencias”: lucho contra la sangre, me
debato /contra tanto zarpazo y tanta vena; /y cada cuerpo que tropiezo y trato
/es otro borbotón de sangre, otra cadena.
Cuando se proclama la Segunda
República Española el 14 de abril de 1931 Miguel Hernández tiene ya veinte
años. Aunque la República no cumplió todas las expectativas puestas en ella por
las clases populares, al producirse la sublevación de julio de 1936 fueron
miles de españoles de ambos sexos los que se dispusieron a defenderla frente a
la intentona golpista. Miguel Hernández desde el primer momento se incorporó a la lucha como un miliciano más, construyendo
trincheras primero y desempeñando otras funciones en el Altavoz del Frente
después. Muy pronto, sobre todo a raíz de la publicación de “Vientos del
Pueblo” en 1937, se convirtió en el corazón lírico del sueño que para la España
que Antonio Machado llamaba la España del cincel y de la maza significaba la
República. Ese mismo año se le rindió un homenaje en Valencia, entonces capital
de la República, donde lo declaran “el gran poeta del pueblo”.
“Ningún poeta defendió la causa
republicana con tanta entrega como Miguel Hernández, porque fue precisamente
durante la Guerra Civil cuando pudo dar plena satisfacción, a nivel
intelectual, económico y social, a su reivindicado oficio de poeta, cuyo libre
ejercicio impediría de manera tajante el triunfo de la causa rebelde”. Todavía
hoy, a setenta y cinco años de su muerte, emociona y fascina, tal como dice Eutimio
Martín, en la obra de Miguel Hernández “su estrecha vinculación con la Guerra
Civil, el más dramático intento del pueblo español por la defensa de una
dignidad apenas entrevista”. Ese intento quedó roto con la victoria rebelde el
uno de abril de 1939, pero no el sueño de aquel corazón que se sintió “pecera
melancólica” y “penal de ruiseñores moribundos”. Después de la victoria rebelde, y tras su
frustrado intento de huir a Portugal, Miguel Hernández fue pasando por diversas
cárceles: Huelva, Madrid, Palencia, Ocaña, hasta dar con sus huesos en el
Reformatorio de Adultos de Alicante. Según Claude Couffon, en su libro “Orihuela
y Miguel Hernández”, cuando Miguel Hernández acababa de ser juzgado y condenado
a muerte, Rafael Sánchez Mazas, José María de Cossío y José María Alfaro[1] se presentaron en la
prisión de Torrijos, Madrid, para verlo. Si Miguel Hernández aceptaba demostrar
arrepentimiento, aunque fuera disimulado, ellos estaban seguros de conseguir su
libertad. En el fondo, bastaba sencillamente con que él aceptara ayudarlos en
sus trabajos. Miguel se encolerizó: “¿Qué trabajos?, y no volvió a abrir la
boca. Más tarde relatándole el asunto a Luis F.T., un compañero de prisión, le
dijo: “¡Me parece increíble que esos viejos amigos no me hayan conocido mejor!
¡Que hayan venido a verme para hacerme proposiciones deshonestas, como si
Miguel Hernández fuera una puta barata! Cuando Miguel fue trasladado a la
cárcel de Ocaña esos mismos escritores intentaron una nueva gestión, pero él se
negó a recibirlos. A pesar de todo, consiguieron que le computaran la pena de
muerte por la de cadena perpetua; pero Miguel Hernández no se arrepintió de
nada ni se avino a colaborar con ellos.
La computa de la pena de muerte por
la de cadena perpetua no hizo sino alargar su agonía. Desde el primer momento
de la rendición sin condiciones del ejército republicano se evidencia la
intención de los ganadores de eliminar por hambre al vencido que no era
fusilado. Durante la posguerra se puso de manifiesto que existía una voluntad
encubierta de exterminio en las cárceles franquistas, lo que ha permitido a
algunos historiadores hablar de un holocausto español. Las condiciones en las
que se obligaba a permanecer a los detenidos eran las propicias para el
desarrollo de enfermedades como la que acabó con la vida de Miguel Hernández.
Al joven poeta de Orihuela jamás le perdonaron que hubiera puesto su talento y
su arte al servicio de los vientos del pueblo y no de aquellos que estaban
acostumbrados a que el arte estuviera desde hacía siglos a su servicio: Aquí
estoy para vivir/ mientras el alma me suene, /y aquí estoy para morir, /cuando
la hora me llegue, /en los veneros del pueblo/ desde ahora y desde siempre.”
Entre los que jamás le perdonaron su
compromiso con la República, se encontraba el canónigo Luis Almarcha, luego obispo
de León desde 1944 a 1970, que había sido su valedor en los inicios literarios
del poeta y que nada hizo por él cuando
le pidieron que intercediera para que Miguel Hernández fuera trasladado desde
la prisión de Alicante a un sanatorio donde pudiera recibir los cuidados
necesarios para atajar la enfermedad que estaba acabando con él. Almarcha no puso
en salvarle la vida el mismo interés que decía tener por salvarle el alma. El
28 de marzo de 1942 llegó la muerte, cuando todavía no había cumplido treinta y
dos años. Dicen que si hubiera recibido los cuidados necesarios, la
tuberculosis no hubiera seguido el sino sangriento que acabó con su vida, pero
quienes podían decidirlo no lo hicieron
dejando que la enfermedad hiciera el trágico papel que en otros casos
realizaban los pelotones de fusilamiento.
Desde el primer poema que leí de
Miguel Hernández en aquellos años en los que no era fácil tener acceso a su
obra debido a la censura tuve la sensación de que en sus escritos palpitaban
muchos de los sentimientos que yo percibía en mi entorno más íntimo. En sus
poemas encontraba el latido de aquel sueño que parecía roto desde el uno abril
de 1939, pero que muchos años después
sigue vivo en los poemas que nos legó el poeta de Orihuela desde aquel corazón
que “ayer, mañana, hoy padeciendo por todo” era
“pecera melancólica, penal de ruiseñores”. El sueño de un pueblo
que, vencido pero no derrotado, todavía
se manifiesta en aquellos lectores que se acercan a la obra del oriolano, “el más corazonado de
los hombres” cuyo corazón late hoy como ayer, como latirá mañana, como lo
hará siempre…, porque
Aunque
bajo la tierra
mi
amante cuerpo esté,
escríbeme
a la tierra,
que
yo te escribiré.