contador de visitas

lunes, 11 de junio de 2012









ENTRE SORIA Y BAEZA, LA MANCHA
A Maribel Blanco

Al cumplirse los cien años de la primera edición de Campos de Castilla, quiero asomarme al paisaje de los poemas de este libro de don Antonio Machado que se refieren a las tierras de nuestra querida patria chica.
Al tratar del paisaje de las obra poética de Machado, es común que se hable del paisaje de Castilla o del de Andalucía, lugares en los que Machado ejerció como profesor de instituto, pero muy pocas veces se menciona ese otro paisaje, ni castellano ni andaluz, que también forma parte de la paisajística poética de Antonio Machado.
Cuando don Antonio se traslada a Baeza escribe:

Heme aquí ya, profesor
en un pueblo húmedo y frío,
destartalado y sombrío,
entre andaluz y manchego
Ese pueblo “entre andaluz y manchego” es la pequeña ciudad de Baeza, a donde don Antonio había llegado a finales del 1912, después del fallecimiento de la joven Leonor. Allí, en ese pueblo “entre andaluz y manchego”, se produce el paso  del paisaje castellano al andaluz, pero ese cambio no tiene lugar de forma brusca sino gradualmente, pasando de las tierras de Castilla a las de Andalucía a través de esa tierra que actuó como frontera durante tantos siglos entre la vieja Castilla y lo que hoy se conoce como Andalucía. 
Que Machado pasó horas en tierras de La Mancha lo prueba que alguno de sus poemas esté fechado en Venta de Cárdenas (Ciudad Real), en concreto en el que escribe “Tus versos me han llegado a este rincón manchego”, rincón diferente al que menciona en “España en paz”, poema que fecha en Baeza, como “… rincón moruno”
Ese paisaje llamó la atención del autor de Campos de Castilla y lo incorpora a su geografía poética, de modo que, en el itinerario que  lo conduce desde Soria hasta Baeza, encontramos lugares que no son los de esa “Castilla mística y guerrera” ni aquellos por los que va el “Gualdalquivir corriendo al mar entre vergeles”.
En el poema “Desde mi rincón”, que en 1913 envía a Aranjuez con motivo del homenaje a Azorín por su libro Castilla, hace alusión Machado a dos Castillas diferentes: la “Castilla de grisientos peñascales” y la “Castilla azafranada y polvorienta”. Machado había descubierto en 1907 la Castilla de las tierras altas del Duero, cuyo paisaje se conceptualiza en la primera edición de Campos de Castilla (1912). El paisaje de la otra Castilla va apareciendo tímidamente, pero con claridad, después de 1912, en la geografía poética de Machado. En el mencionado poema “Desde mi rincón” aparece ya esa
Castilla azafranada y polvorienta,
Sin montes de arreboles purpurinos,
Castilla visionaria y soñolienta
De llanuras, viñedos y molinos.
En el poema “Las encinas” aparece una breve pincelada de esta Castilla: “y del Tajo que serpea/por el suelo Toledano”. En “Poema de un día” aparece el término “manchego” como signo de una personalidad propia respecto a lo “andaluz” y lo “castellano”. En Venta de Cárdenas (Ciudad Real) fecha un poema que inicia con este verso: “Tus versos me han llegado en este rincón manchego”. Desde Baeza, ese pueblo “entre andaluz y manchego”, Machado realiza numerosos viajes a Madrid, por ello es lógico pensar que una y otra vez  durante esos viajes divise a través de la ventanilla de su viejo vagón de tercera los campos del “ancho llano/en donde el Quijote, el buen Quijano/soñó con Esplandianes y Amadises”. En el poema “La mujer manchega” registra los nombres de pueblos manchegos como “…Argamasilla, Infantes, Esquivias, Valdepeñas”. Esta serie de topónimos nos recuerda la experiencia del viajero que tiene la impresión de que “el campo vuela” y anota en su cuaderno de viaje los nombres de aquellos lugares por los que pasa sin detenerse mientras “marcha el tren” “por tierras de lagares, molinos y arreboles”. Es evidente, para quienes conozcan La Mancha, que esta enumeración no se corresponde al itinerario ferroviario Baeza-Madrid, aunque  la serie de nombres produce una sensación ajustada a la idea de la Mancha como tierra de tránsito entre Andalucía y Madrid.
En este mismo poema encontramos la descripción machadiana de la Mancha:
Por esta Mancha –prados, viñedos y molinos-
Que so el igual del cielo iguala sus caminos,
De cepas arrugadas en el tostado suelo
Y mustios pastos como raídos terciopelos.
Paisaje de transición entre el de Soria y el de Andalucía, que también refleja el paso de la ideología noventayochista, vinculada a la  visión de las tierras altas del Duero, a la regeneracionista de los alegres campos de Baeza en los que va descubriendo la presencia de los señoritos junto a los gañanes y braceros.
Mas hay algo que nos hace pensar que Machado conoce la Mancha mejor de lo que puede conocerla el viajero que la percibe tras la ventanilla de su vagón de tercera cuando viaja camino de Madrid. De la visión de ese “seco llano de sol y lejanía” se pasa a espacios más íntimos cuando don Antonio nos adentra en la propia casa manchega, a la que diferencia de las casas castellanas y andaluzas. La casa manchega, escribe,  tiene “…menos celada que en Sevilla, / más gineceo y menos castillo que en Castilla”. Y en el interior de esa casa encontramos esa mujer manchega que “alinea los vasares, los lienzos alcanfora; /las cuentas de la plaza anota en su diario, / cuenta garbanzos, cuenta las cuentas del rosario”;  una mujer de piel quemada y corazón fresco, que sufre el sol de esos campos. A esa mujer trabajadora se dirige cuando escribe: “Mujeres de La Mancha, con el sagrado mote de Dulcinea, os salve la gloria del Quijote”.
En definitiva, la lectura atenta de los poemas de Campos de Castilla permite descubrir la presencia del paisaje manchego en su geografía poética, y cómo se pasa, a través de este paisaje de viñedos y molinos, sin dar un salto en el vacío,  a los campos de Baeza, ese rincón “entre andaluz y manchego”, y a las tierras bajas de Andalucía, desde aquellas tierras altas del Duero.




lunes, 4 de junio de 2012










Hace ahora seis años que se me invitó a dirigir unas palabras a los alumnos de segundo de bachillerato que  se marchaban del instituto, ya con su título de bachiller, dispuestos iniciar una nueva etapa de su vida. Fueron palabras escritas para la ocasión y con  las que quise rendir un homenaje, no solo a aquellos alumnos que se marchaban sino también a los profesores que habían dedicado su esfuerzo en formarlos; también quise expresar mi reconocimiento al sistema público de enseñanza, hoy, desgraciadamente en peligro, ante la política de desmantelamiento de la que está siendo victima.





PALABRAS DE FIN DE CURSO





Dicen que no son tristes las despedidas
  Dile a quien te lo dice que se despida.




¿Qué os tengo que decir que no os haya dicho después de todos estos meses durante los que hemos pasado juntos cuatro horas a la semana, hablando de palabras, cuatro horas metalingüísticas, durante las cuales os habréis aburrido intensamente. Después llegaban otros profesores y teníais que cambiar el registro. Os recuerdo en vuestros asientos, resignados a escuchar al profesor de turno. ¿No os apetecía salir corriendo? Os confieso  que, a vuestros años, también me apetecía largarme de clase…Son cosas  de la edad. Tener esto en cuenta humaniza esta  profesión, pues no en vano somos muchos los profesores que seguimos teniendo alma de aquellos artesanos del Medievo, que trabajaban  anónimamente escribiendo los cantares de gesta.

Nosotros trabajamos sin preocuparnos de los índices de audiencia, sin estar pendientes de los titulares de prensa o de que nuestro nombre salga en los periódicos, ni en las pantallas de televisión o de quedar registrados en los anales de la Historia. Sabemos que nuestra gloria es tal como la de los que escriben cantares: “oír decir a la gente que no los ha escrito nadie”. Sin embargo, sabemos que estamos trabajando con seres humanos que responden a un nombre, que tienen sentimientos y se alimentan de sueños; y por ello, nuestra labor se hace copla, copla callada que suena cuando vosotros, nuestros alumnos, la hacéis vuestra.

No tenemos otro empeño que ayudaros a ser felices y a ello nos entregamos con la ilusión de que nuestra labor en las aulas corra la suerte de las buenas coplas, ya

 Que al fundir el corazón
con el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.


Permitidme también una breve y sosegada mirada a la nostalgia, a aquel primer día en el que llegasteis al instituto y fuisteis recibidos por los profesores, que os darían clase en primero y segundo de secundaria. En este momento quizás recordéis aquella mañana de hace ya seis años, cuando entrasteis en el instituto con cierta angustia y preocupación ante lo desconocido. Es justo evocar el recuerdo de aquellos profesores que os recibieron, y que durante estos años han formado parte de vuestra vida. Algunos están aquí para despediros, como estuvieron para recibiros el primer día. No voy a decir sus nombres, por temor a que se me quede alguno en el aire, aunque yo estoy seguro de que vosotros los guardáis en vuestro corazón. Aquellos profesores de los primeros cursos, al igual que los que os han dado clase después, han contribuido a vuestra formación. De ellos, algunos se han marchado definitivamente, aunque  los recordamos con cariño.

Pensando en los ausentes, permitidme  una segunda licencia, la de evocar, entre todos, el nombre de Don Ramón de la Osa. El otro día les preguntaba, a algunos alumnos de cuarto, que si se acordaban de él y me decían que “tenía sus cosas, pero era muy buena gente”. Os confieso que me emocioné. Estoy convencido de que a Don Ramón, si estuviera aquí, le hubiera gustado escuchar las palabras de Irina: era muy buena gente.

Y esa es la perspectiva que no deberíais perder nunca: SER MUY BUENA GENTE. Todos los profesores que habéis tenido a lo largo de estos años hemos querido ser como caudales que enriquecieran ese río que sois cada uno de vosotros; ríos que van a dar, no a ese mar manriqueño sino al otro mar de Juan Ramón en el que encontraréis la plenitud y la madurez de vuestras vidas.


Porque vosotros no sois, a vuestra edad, el río de Jorge Manrique sino el camino de don Antonio Machado, ese camino que se construye al andar. Espero que, de alguna manera,  los profesores de este centro os hayamos ayudado en el tramo del camino cuya culminación estamos celebrando en este acto.

Cada uno de los muchos profesores y profesoras que habéis tenido han ido dejando lo mejor de cada uno desde sus diferencias, desde sus contradicciones. Porque, como os habréis ido dando cuenta durante estos años, los profesores somos muy distintos unos de otros, aunque esas diferencias no han impedido que todos hayamos compartido el interés porque os llevéis lo mejor de cada uno de nosotros. Ese es el valor de los centros de la enseñanza pública, el modelo que vuestros padres eligieron para vosotros, un modelo plural, respetuoso con todas las ideologías, con todas las condiciones sociales y cualquier origen territorial. Ojalá que no os hayamos defraudado.

Vosotros sois, una de las primeras promociones, la primera del siglo XXI, que ha compartido las aulas con alumnos venidos de países como Marruecos, Rumanía e incluso de la lejana China. Todo esto hubiera sido cosa de locos imaginarlo hace algunos años, cuando los únicos forasteros llegaban de los pueblos cercanos  o -y eso ya era insólito- algún alumno de Andalucía o de Cataluña. Todo esto es reflejo de que se está produciendo un cambio. Por ello es necesario que sigáis trabajando duramente en vuestra próxima etapa.

Aquí, en el instituto, habéis convivido en una pequeña comunidad, pero os espera otra, más grande y compleja, cuando salgáis por la puerta para empezar a hacer una nueva etapa de vuestra vida.

Y, como nosotros, vuestros profesores y profesoras, seguiremos aquí algunos años más, sí que me gustaría, ya para terminar, recordaros las palabras de uno de los más grandes pensadores apócrifos de nuestro país, me refiero a Juan de Mairena:

“Vosotros debéis amar y respetar a vuestros maestros, a cuantos de buena fe se interesan por vuestra formación espiritual. Pero para juzgar si su labor fue más o menos acertada, debéis esperar mucho tiempo, acaso toda la vida, y dejar que el juicio lo formulen vuestros descendientes . Yo os confieso que he sido ingrato alguna vez  -y harto me pesa- con mis maestros, por no tener presente que en nuestro mundo interior hay algo de ruleta en movimiento, indiferente a las posturas del paño, y que mientras gira la rueda y rueda la bola al azar, nada sabemos de pérdida o ganancia, de éxito o de fracaso”.