contador de visitas

viernes, 11 de noviembre de 2011

CAMINO DEL AZCOLLAR



Quienes viven en ciudades como Madrid, Lisboa o Barcelona, por citar algunas de la querida Iberia, tienen a su disposición grandes avenidas, museos, cascos históricos y otras tantas cosas de las que carecen las pequeñas ciudades como ésta en la que vivo; mas, como lamentarse por lo que no se tiene apenas ayuda a vivir, conviene saber valorar y disfrutar de aquello que está a nuestro alcance y que no solemos apreciar por esa tendencia a idealizar aquello de lo que carecemos.

Una de las grandes aficiones de don Antonio Machado era la de pasear por los parajes del Duero a su paso por Soria o por los campos de Baeza durante los años que impartió docencia en la vieja ciudad moruna. Esto no es posible para una persona que viva en una ciudad como Londres o Moscú aunque haya en ellas grandes parques, pero sí para quien vive en una pequeña como Ciudad Real donde, desde cualquiera de sus cuatro puntos cardinales, se puede pasar en un abrir y cerrar de ojos a paisajes rurales que parecen salidos de una película del realismo mágico.

Saliendo por la parte oeste de la ciudad, después de cruzar el barrio de Los Rosales, nos adentramos en una zona de casas donde viven familias de clase pudiente a juzgar por el aspecto de las construcciones. Lo característico de estas mansiones es que no hay ninguna igual a otra, a diferencia de los adosados de Los Rosales que se parecen unos a otros como gotas de agua.

Mientras andamos por esta urbanización hemos de prestar atención, pues son frecuentes las cacas caninas que aparecen en las aceras... Esto nos obliga a ir salvando las deposiciones si no queremos plantar nuestras zapatillas en ellas con el consiguiente resultado que no es necesario detallar.

Nada más dejar atrás las últimas casas tomamos el camino de las Huertas, recién asfaltado gracias a los fondos del Plan “E”. A la derecha se encuentra un almendral convertido en carrizal y en el que ya empiezan a verse escombros, residuos de electrodomésticos y otros desechos dejados por desaprensivos que abandonaron la escuela antes de cursar la asignatura de educación para la ciudadanía. No hace muchos años, estos almendros eran cuidados con mimo y, al llegar la primavera, se abrían en flor llenando el aire con el intenso perfume de sus pétalos. Luego se cundió que los habían comprado para construir viviendas de lujo, pero el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, que ha despertado esa hidra con forma de crisis que nos amenaza por todas partes, ha dejado el almendral abandonado a su suerte y hoy aparece inundado por una espesa masa de hierbajos y cardos. Siguiendo por este camino de las Huertas llegamos hasta el que llaman de la Torrecilla, aquí tomamos el del Campillo donde, y ahora sí, empiezan a aparecer las primeras huertas que evocan en la nostalgia del caminante lo que un día lejano fuera un vergel en el que los viejos moriscos cultivaban hortalizas y frutas para los habitantes de Ciudad Real.

Muchas de las huertas de entonces han sido sustituidas por las actuales casas de campo, a las que llaman villas o quintas, aunque no tengan nada que ver con las que tuvieron los romanos de la vieja Hispania. Los pinos, cipreses y otras variedades de árboles de hoja perenne y caduca forman, cuando varias villas se agrupan, pequeños bosquecillos que son como oasis que rompen la monotonía de las barbecheras.

Algunas de las villas están rodeadas de barbacanas, otras con hileras de coníferas alineadas como lanceros en posición de combate. Tras algunas alambradas hay perros que ladran hiperbólicamente sin motivo y el caminante aligera sus pasos para dejar atrás la ruidosa agresividad de los ladridos.

El tránsito entre acacias, algarrobos, olmos negros y olivos cargados de aceitunas rompe la monotonía del asfalto con el que han cubierto los caminos. El oro de las hojas confirma que estamos en otoño, época de plenitud. No puedo dejar de recordar a ese gran poeta que es Juan Ramón Jiménez y algunos de sus versos:

Chorreo luz: doro el lugar oscuro,

trasmito olor: la sombra huele a dios,

emano son: lo amplio es honda música,

filtro sabor: la mole bebe mi alma,

deleito el tacto de la soledad.


Al pasar junto a una de las huertas pueden verse los membrillos amarillos. El caminante, que no tiene la costumbre de llevar cascos, puede captar el canto de los pájaros, el suave movimiento del aire que se quiebra en el tronco de los árboles, donde apenas se mueven las hojas en esta tranquila mañana de otoño.

Seguimos nuestro paseo, disfrutando de la variedad cromática que ofrece la tierra y de los olores con los que nos deleitan las plantas de hinojo que crecen en las cunetas, llenas de botellas, de latas vacías de cerveza, de plásticos, reflejo del abandono en que el Ayuntamiento tiene  estos parajes naturales. Aprovechando los últimos días de octubre los agricultores han arado la tierra y la estercolan para la siembra, antes de que lleguen las deseadas lluvias. En una de las quintas vemos que están podando los pinos y el ruido de la moto sierra contrasta con el silencio del campo.

A nuestro paso se asusta una bandada de palomas que revolotean sobre las rastrojeras en busca de alimento. Al fondo, puede verse un rebaño de ovejas pastando; no falta la figura del pastor, al que acompañan dos perros flacos que en nada se parecen a los mastines que guardaban antaño las majadas; ni el hombre que las vigila se parece a aquellos pastores que venían desde las altas tierras de Soria al Valle de Alcudia. Lleva por zurrón una bolsa de plástico en la que guarda la botella del mismo material con el agua: caldo caliente cuando se la bebe. Recordamos aquellos toneletes de madera que usaban antes los pastores. Al pasar a su lado lo saludamos y nos devuelve sorprendido el saludo; deducimos por su acento que se trata de un inmigrante rumano.

Coronamos la cuesta desde la que se divisa la cantera del Azcollar y, algo más al fondo, la ermita y murallas del castillo de Alarcos, levantado sobre un cerro a cuyos pies corre el río Guadiana entre los campos donde las tropas castellanas de Alfonso VIII de Castilla fueron derrotadas por las andalusíes en 1195. Es una panorámica única a la luz de esta mañana de otoño, un lujo de estas tierras manchegas.

A la vuelta cogemos campo a través hasta salir a un cruce donde vemos el camino de Villadiego, pero, en vez de tomar las de Villadiego, como la mañana se nos echa encima, decidimos seguir el camino del Cristo en dirección a la ermita de la Poblachuela. Por esta zona encontramos construcciones típicas, algunas en ruinas y abandonadas: viejas casas de adobe, con paredes encaladas y dependencias adjuntas en las que se guardan los aperos, tractores y alguna máquina ya en desuso, como la vieja aventadora que vemos bajo un cobertizo; en estas casas viven las familias de los auténticos huertanos de la Poblachuela.

A pocos metros antes de llegar a la ermita encontramos la casa de la Torrecilla, aquí tomamos el camino de vuelta a la ciudad, que se ve a lo lejos cubierta de nubes plomizas. Nos parece un cuadro tenebrista en el que chocan las luces y las sombras; luego se torna en un lienzo impresionista lleno de espacios yuxtapuestos, indefinidos, por donde se mueven seres que sugieren sentimientos y sueños; y, a medida que nos acercamos a las primeras edificaciones, brotan con toda su crudeza las imágenes de duro realismo. Nos llama la atención la presencia de grúas inmovilizadas y bloques de piso con grandes carteles donde se anuncia su venta. Empiezan a caer las primeras gotas y aligeramos el paso para evitar que nos caiga encima el aguacero que nos presagiaban las nubes de plomo.



  

  

1 comentario:

  1. ¡¡Cómo se aprecia el pulido del texto, me gusta!! Manolo

    ResponderEliminar

Muchas Gracias por su comentario.