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sábado, 8 de septiembre de 2012






 MI CALLE
Mi calle es ancha, cubierta de asfalto, pensada más para los coches que para que convivan las personas. No es una calle para pasear. Los árboles son pequeños y la sombra que proyectan se diluye en el asfalto. Las casas están construidas de modo que aparecen adosadas unas a otras, formando una cadena de fachadas iguales, que con el tiempo han sido reformadas según el capricho de sus dueños dando lugar a una variada gama de diferencias que reflejan ese afán individualista que caracteriza, según dicen, a los españoles.
Los únicos signos externos que pueden dar una imagen del estatus de quienes viven el la calle son los coches. La cantidad de coches puede hacer pensar que las dificultades económicas que sufre el país desde hace unos años no  han afectado a los  vecinos de esta calle, pero todo es apariencia. En realidad la crisis también se ha instalado en ella. Se ha cerrado la peluquería, la cafetería, la pastelería. En el barrio sólo hay una pequeña tahona y una farmacia en la que el mancebo se queja de la escasez de las ventas. Las farolas que dependen de la comunidad se apagan a media noche o sólo se encienden de forma alterna.
Al amanecer comienzan a moverse los vecinos para dirigirse a sus respectivos puestos de trabajo; poco más tarde los escolares pasan con sus mochilas camino del colegio o del instituto, donde este curso tienen menos profesores y más alumnos por aula. Junto a algunos jubilados, empiezan a aumentar quienes han perdido su empleo en los últimos meses. Algunos profesores y sanitarios han sido despedidos a causa de las llamadas medidas para racionalizar la gestión pública. ¿Racionalizar la gestión pública? Así llaman los políticos neoliberales a los despidos de trabajadores y a la destrucción de derechos. Se ha puesto de moda el uso de eufemismos como restructuración administrativa, adecuación  de recursos, racionalización del gasto... Todo ello para encubrir la realidad, para envolverla en papel de celofán y hacérsela tragar a los ciudadanos, convertidos en súbditos, cuando no en siervos, sin conciencia de serlo, por obra y gracia de unos políticos mediocres que han abrazado el neoliberalismo,  el nuevo becerro de oro ante el que se inclinan, para engrosar los beneficios de los que controlan las finanzas.
En algunas casas se han visto obligados a prescindir de cosas vitales,  pues el aumento de impuestos como el IBI, el IVA, el IRPF, la reducción de  sueldos, la pérdida de dos de las catorce pagas anuales o, en otros casos, algo todavía más sangrante, como es el desempleo, han quebrado los sueños de muchas familias, que terminan en un vivir sin vivir que los instala en la angustia y el pesimismo. Tras las puertas de estas casas  se abre eso que llamamos privacidad. Cuando llega la noche y se bajan las persianas sólo se ven  luces en algunas habitaciones. En cada casa habitan seres con sueños, frustraciones,  soledades y miles de proyectos en el aire, proyectos que dependen de la decisión de personas ajenas a su vida y que desconocen su existencia. En esos interiores se ama, se odia, se sueña y se espera. Cuando se cierran las puertas de la calle, se abren otras que conducen a ámbitos desconocidos. Cada casa es un mundo, habitado por seres humanos que viven en realidades distintas, no imaginadas por el vecino de la casa de al lado; por seres humanos que se saludan, cuando se saludan, al cruzarse por la calle, pero ignoran qué vida tienen quienes habitan a pocos metros de ellos, esas vidas paralelas que nunca llegarán a encontrarse, a converger en una relación solidaria. Es en el  interior de las casas donde realmente se desnudan los que viven en ellas: madres mirando tiernamente  a sus hijos mientras estos duermen, amantes dialogando con el amor, ojos en pelea con el insomnio…
La calle ya no tiene la alegría de años atrás, cuando los niños la llenaban con sus gritos y risas. Cuando los vecinos tenían la esperanza de que sus hijos crecieran para que un día fueran personas dichosas, ciudadanos de un país que por fin parecía dejar atrás sus demonios, pero ahora ven que  son jóvenes con futuro incierto, a los que  les están robando los derechos que conquistaron sus abuelos tras una dura guerra y una larga y negra dictadura cuyo final les hizo creer que daba paso a un país democrático en el que la soberanía era del pueblo, pero, apenas treinta y cinco años después, sus dirigentes se han comportado como carreristas, chorizos, expoliadores, arribistas, desvalijadores de las empresas públicas y desmantelando un sistema de enseñanza  y una sanidad pública que hasta no hace mucho era la seña de identidad de un Estado democrático social y de derecho, construido gracias al sacrificio y esfuerzo de dos generaciones de españoles. Hoy la existencia de estos vecinos se ha transformado en una realidad extraña y confusa en la que quienes los gobiernan quieren convertir sus sueños y proyectos en una mezcolanza ridícula. El golpe de Estado invisible que están sufriendo por parte de los neoliberales los ha dejado estupefactos, adormilados.
¿Qué va a ser de esos jóvenes, de esas generaciones dentro de quince años? ¿Engrosarán las filas de esas personas que llegan al albergue para sin techos, que todavía hay abierto a pesar de la política del gobierno, sin más equipaje que un presente vacío? Al pasar por la casa del albergue se escucha una voz ronca, rozada y recia que brota de su  interior; me detengo un momento y me estremezco al escuchar la letra del cante con el que alguien expresa su dolor y su rabia ante la situación en la que vive: 
Desgraciao aquel que come
el pan en manita ajena.
Siempre mirando a la cara
si la ponen mala o güena.
 
Los de más se van a menos
y los de menos a más.
¡Qué mundo tan engañoso
las güertecitas que da!
Y pensando en esas profundas verdades sigo andando por mi calle.
 

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