MI CALLE
Mi calle es ancha, cubierta de asfalto,
pensada más para los coches que para que convivan las personas. No es una calle
para pasear. Los árboles son pequeños y la sombra que proyectan se diluye en el
asfalto. Las casas están construidas de modo que aparecen adosadas unas a
otras, formando una cadena de fachadas iguales, que con el tiempo han sido
reformadas según el capricho de sus dueños dando lugar a una variada gama de
diferencias que reflejan ese afán individualista que caracteriza, según dicen,
a los españoles.
Los únicos signos externos que pueden dar una
imagen del estatus de quienes viven el la calle son los coches. La cantidad de
coches puede hacer pensar que las dificultades económicas que sufre el país
desde hace unos años no han afectado a
los vecinos de esta calle, pero todo es
apariencia. En realidad la crisis también se ha instalado en ella. Se ha
cerrado la peluquería, la cafetería, la pastelería. En el barrio sólo hay una
pequeña tahona y una farmacia en la que el mancebo se queja de la escasez de las
ventas. Las farolas que dependen de la comunidad se apagan a media noche o sólo
se encienden de forma alterna.
Al amanecer comienzan a moverse los vecinos
para dirigirse a sus respectivos puestos de trabajo; poco más tarde los
escolares pasan con sus mochilas camino del colegio o del instituto, donde este
curso tienen menos profesores y más alumnos por aula. Junto a algunos
jubilados, empiezan a aumentar quienes han perdido su empleo en los últimos
meses. Algunos profesores y sanitarios han sido despedidos a causa de las
llamadas medidas para racionalizar la
gestión pública. ¿Racionalizar la gestión pública? Así llaman los políticos
neoliberales a los despidos de trabajadores y a la destrucción de derechos. Se
ha puesto de moda el uso de eufemismos como restructuración
administrativa, adecuación de recursos, racionalización del gasto...
Todo ello para encubrir la realidad, para envolverla en papel de celofán y
hacérsela tragar a los ciudadanos, convertidos en súbditos, cuando no en
siervos, sin conciencia de serlo, por obra y gracia de unos políticos mediocres
que han abrazado el neoliberalismo, el
nuevo becerro de oro ante el que se inclinan, para engrosar los beneficios de
los que controlan las finanzas.
En algunas casas se han visto obligados a
prescindir de cosas vitales, pues el
aumento de impuestos como el IBI, el IVA, el IRPF, la reducción de sueldos, la pérdida de dos de las catorce
pagas anuales o, en otros casos, algo todavía más sangrante, como es el
desempleo, han quebrado los sueños de muchas familias, que terminan en un vivir
sin vivir que los instala en la angustia y el pesimismo. Tras las puertas de
estas casas se abre eso que llamamos
privacidad. Cuando llega la noche y se bajan las persianas sólo se ven luces en algunas habitaciones. En cada casa habitan
seres con sueños, frustraciones,
soledades y miles de proyectos en el aire, proyectos que dependen de la
decisión de personas ajenas a su vida y que desconocen su existencia. En esos
interiores se ama, se odia, se sueña y se espera. Cuando se cierran las puertas
de la calle, se abren otras que conducen a ámbitos desconocidos. Cada casa es
un mundo, habitado por seres humanos que viven en realidades distintas, no
imaginadas por el vecino de la casa de al lado; por seres humanos que se
saludan, cuando se saludan, al cruzarse por la calle, pero ignoran qué vida
tienen quienes habitan a pocos metros de ellos, esas vidas paralelas que nunca
llegarán a encontrarse, a converger en una relación solidaria. Es en el interior de las casas donde realmente se desnudan
los que viven en ellas: madres mirando tiernamente a sus hijos mientras estos duermen, amantes
dialogando con el amor, ojos en pelea con el insomnio…
La calle ya no tiene la alegría de años
atrás, cuando los niños la llenaban con sus gritos y risas. Cuando los vecinos
tenían la esperanza de que sus hijos crecieran para que un día fueran personas
dichosas, ciudadanos de un país que por fin parecía dejar atrás sus demonios,
pero ahora ven que son jóvenes con
futuro incierto, a los que les están robando
los derechos que conquistaron sus abuelos tras una dura guerra y una larga y
negra dictadura cuyo final les hizo creer que daba paso a un país democrático
en el que la soberanía era del pueblo, pero, apenas treinta y cinco años
después, sus dirigentes se han comportado como carreristas, chorizos,
expoliadores, arribistas, desvalijadores de las empresas públicas y desmantelando
un sistema de enseñanza y una sanidad pública que hasta no hace mucho
era la seña de identidad de un Estado democrático social y de derecho,
construido gracias al sacrificio y esfuerzo de dos generaciones de españoles. Hoy
la existencia de estos vecinos se ha transformado en una realidad extraña y
confusa en la que quienes los gobiernan quieren convertir sus sueños y proyectos
en una mezcolanza ridícula. El golpe de Estado invisible que están sufriendo por
parte de los neoliberales los ha dejado estupefactos, adormilados.
¿Qué va a ser de esos jóvenes, de esas
generaciones dentro de quince años? ¿Engrosarán las filas de esas personas que
llegan al albergue para sin techos, que todavía hay abierto a pesar de la
política del gobierno, sin más equipaje que un presente vacío? Al pasar por la
casa del albergue se escucha una voz ronca, rozada y recia que brota de su interior; me detengo un momento y me
estremezco al escuchar la letra del cante con el que alguien expresa su dolor y
su rabia ante la situación en la que vive:
Desgraciao aquel que come
el pan en manita ajena.
Siempre mirando a la cara
si la ponen mala o güena.
Los de más se van a menos
y los de menos a más.
¡Qué mundo tan engañoso
las güertecitas que da!
Y
pensando en esas profundas verdades sigo andando por mi calle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchas Gracias por su comentario.