A
PROPÓSITO DEL DÍA DE LA CONSTITUCIÓN
Muchos libros tienen en su interior la fecha
y el nombre de la ciudad donde un día alguien los compró; incluso, con una
caligrafía entrañable, guardan el nombre
de quien lo hizo. Son costumbres que permiten, muchos años después, recordar
aquel día en el que ese alguien entró en una librería y adquirió una
novela, un libro de poemas o de
cualquier otro género. Esto nos habla de cosas entrañables, de las lecturas que
nos interesaban en aquel tiempo o el motivo por el que compramos aquel libro
que, al abrirlo muchos años después, nos evoca sentimientos y emociones entrañables; incluso si es un extraño el que
lo mira también puede experimentar emociones al descubrir por casualidad lo que
otro escribió en alguna de sus páginas
sin imaginar siquiera que un día otra persona pudiera leerlo.
Quienes amamos los libros no solemos
desprendernos de ellos y siempre que alguien que vive con nosotros nos hace la
sugerencia de que sería conveniente deshacernos de algunos, sobre todo de esos
que hace años que no hemos abierto, encontramos una excusa para dejarlos en ese
lugar de la estantería que ya le pertenece y del que por nada del mundo
querríamos desahuciarlo.
Entre esos libros he abierto uno que adquirí
hace ya más de treinta años, con la intención de que mi hijo, que acababa de
nacer apenas unas horas antes de que yo pasase por una librería hoy ya
desaparecida, como tantas cosas en esta ciudad azotada por la crisis, lo
pudiera leer pasados unos años; y he encontrado estas palabras, escritas de mi
puño y letra: “En este día nació mi hijo Fernando. Ciudad Real a 19-X-82”. Se
trata de un ejemplar de la Constitución Española de 1978. El por qué compré
este librito aquel mismo día creo recordarlo todavía hoy: Hacía poco más de un
año del golpe militar conocido como el
23- F y la Constitución se había
convertido en un icono para muchos españoles, sobre todo para los que habían
crecido durante los años de la dictadura franquista y, por ello, veían la democracia como una forma de vivir que deseaban para sus hijos, frente
a la que les impuso a ellos aquel régimen nefasto que perseguía a todos los que
no le manifestaban su adhesión inquebrantable.
La Constitución de 1978, “aprobada por las
Cortes y ratificada por el pueblo español”, era el mejor garante frente a las
amenazas golpistas que pretendían devolvernos a las catacumbas de la dictadura.
Quizás por ello entré en aquella librería
de la Plaza Mayor, llamada
todavía en 1982 Plaza del Generalísimo. Todo un icono de que el régimen
no había desaparecido de los usos y
costumbres de la sociedad española en aquellos días en los que gran parte del
país vivía la esperanza de un cambio que estaba a punto de iniciarse con la
victoria del PSOE, que ganó las elecciones unas semanas después, el 28 de
octubre de 1982.
Tenía motivos para la alegría. Acababa de
tener un hijo, España caminaba hacia la transformación democrática y los
cambios parecían posibles. La Constitución se convirtió en el referente de un pacto entre los
diferentes grupos políticos del país y -¡por fin!- los viejos demonios parecían controlados por
las fuerzas del bien. Todavía quedaban antiguos problemas por resolver y otros
nuevos surgieron con el paso del tiempo, pero la mayoría de los ciudadanos de
este país dirigían sus miradas, tal como expresó quien estaba al frente de
ellos, “al porvenir con fe, con optimismo, con decisión y valentía, con la más
ilusionada de las esperanzas”.
Treinta y cuatro años después miro a mi
alrededor y, al ver sólo “los muros de
la Patria mía, si un tiempo fuertes, ya desmoronados”, me pregunto si serán los
años los que me hacen ver el panorama sombrío, como le ocurriera al poeta barroco
que no hallaba otra cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la
muerte. En este solar en el que se ha convertido España, lleno de empresarios
especuladores, políticos sin escrúpulos, gobernantes sin principios y tantos
otros personajes que parecen haber salido de las tinieblas de los cuadros que
cuelgan en los muros del Prado, parece que no me queda otra que la desesperanza
y el desánimo ante tanta ruina que sesga a la juventud su esperanza y a los
viejos la vida que les queda.
La Constitución de 1978, que supuso una
esperanza para la mayoría de los españoles, mujeres y hombres de cualquier
clase social, de cualquier ideología política o credo religioso, ha tenido durante
muchos años su día de fiesta, aunque con
el paso del tiempo se ha convertido en
una conmemoración vacía de contenido, en
un festejo más de los muchos del calendario de la España oficial y retórica de
hoy.
¿Es la Constitución de 1978 papel mojado, barquito a la deriva en manos
de políticos que la reforman y la
incumplen a su antojo, en connivencia con los mercaderes, a los que ningún mesías
llega a tiempo de expulsar del templo,
invadido para hacer sus negocios, mientras que el pueblo, distraído con
juegos artificiales, no llega a alcanzar ese estado de conciencia que lo haga
derrocar a los sátrapas y expulsar a los
poncios de los nuevos imperios que lo
dominan?
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