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martes, 4 de diciembre de 2012






A PROPÓSITO DEL DÍA DE LA CONSTITUCIÓN

Muchos libros tienen en su interior la fecha y el nombre de la ciudad donde un día alguien los compró; incluso, con una caligrafía entrañable, guardan  el nombre de quien lo hizo. Son costumbres que permiten, muchos años después, recordar aquel día en el que ese alguien entró en una librería y adquirió una novela,  un libro de poemas o de cualquier otro género. Esto nos habla de cosas entrañables, de las lecturas que nos interesaban en aquel tiempo o el motivo por el que compramos aquel libro que, al abrirlo muchos años después, nos evoca sentimientos y emociones  entrañables; incluso si es un extraño el que lo mira también puede experimentar emociones al descubrir por casualidad lo que otro escribió en  alguna de sus páginas sin imaginar siquiera que un día otra persona pudiera leerlo.

Quienes amamos los libros no solemos desprendernos de ellos y siempre que alguien que vive con nosotros nos hace la sugerencia de que sería conveniente deshacernos de algunos, sobre todo de esos que hace años que no hemos abierto, encontramos una excusa para dejarlos en ese lugar de la estantería que ya le pertenece y del que por nada del mundo querríamos desahuciarlo.

Entre esos libros he abierto uno que adquirí hace ya más de treinta años, con la intención de que mi hijo, que acababa de nacer apenas unas horas antes de que yo pasase por una librería hoy ya desaparecida, como tantas cosas en esta ciudad azotada por la crisis, lo pudiera leer pasados unos años; y he encontrado estas palabras, escritas de mi puño y letra: “En este día nació mi hijo Fernando. Ciudad Real a 19-X-82”. Se trata de un ejemplar de la Constitución Española de 1978. El por qué compré este librito aquel mismo día creo recordarlo todavía hoy: Hacía poco más de un año del golpe militar conocido como  el 23- F  y la Constitución se había convertido en un icono para muchos españoles, sobre todo para los que habían crecido durante los años de la dictadura franquista y, por ello,  veían la democracia como una  forma de vivir que deseaban para sus hijos, frente a la que les impuso a ellos aquel régimen nefasto que perseguía a todos los que no le manifestaban su adhesión inquebrantable.

La Constitución de 1978, “aprobada por las Cortes y ratificada por el pueblo español”, era el mejor garante frente a las amenazas golpistas que pretendían devolvernos a las catacumbas de la dictadura. Quizás por ello entré en aquella librería  de la Plaza Mayor, llamada  todavía en 1982 Plaza del Generalísimo. Todo un icono de que el régimen no  había desaparecido de los usos y costumbres de la sociedad española en aquellos días en los que gran parte del país vivía la esperanza de un cambio que estaba a punto de iniciarse con la victoria del PSOE, que ganó las elecciones unas semanas después, el 28 de octubre de 1982.

Tenía motivos para la alegría. Acababa de tener un hijo, España caminaba hacia la transformación democrática y los cambios parecían posibles. La Constitución se convirtió  en el referente de un pacto entre los diferentes grupos políticos del país y -¡por fin!-  los viejos demonios parecían controlados por las fuerzas del bien. Todavía quedaban antiguos problemas por resolver y otros nuevos surgieron con el paso del tiempo, pero la mayoría de los ciudadanos de este país dirigían sus miradas, tal como expresó quien estaba al frente de ellos, “al porvenir con fe, con optimismo, con decisión y valentía, con la más ilusionada de las esperanzas”.

Treinta y cuatro años después miro a mi alrededor y,  al ver sólo “los muros de la Patria mía, si un tiempo fuertes, ya desmoronados”, me pregunto si serán los años los que me hacen ver el panorama sombrío, como le ocurriera al poeta barroco que no hallaba otra cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte. En este solar en el que se ha convertido España, lleno de empresarios especuladores, políticos sin escrúpulos, gobernantes sin principios y tantos otros personajes que parecen haber salido de las tinieblas de los cuadros que cuelgan en los muros del Prado, parece que no me queda otra que la desesperanza y el desánimo ante tanta ruina que sesga a la juventud su esperanza y a los viejos la  vida que les queda.

La Constitución de 1978, que supuso una esperanza para la mayoría de los españoles, mujeres y hombres de cualquier clase social, de cualquier ideología política o credo religioso, ha tenido durante muchos años su día de fiesta,  aunque con el paso del tiempo se ha convertido  en una conmemoración  vacía de contenido, en un festejo más de los muchos del calendario de la España oficial y retórica de hoy.

¿Es la Constitución de 1978  papel mojado, barquito a la deriva en manos de políticos  que la reforman y la incumplen a su antojo, en connivencia con los mercaderes, a los que ningún mesías llega a tiempo de expulsar del templo,  invadido para hacer sus negocios, mientras que el pueblo, distraído con juegos artificiales, no llega a alcanzar ese estado de conciencia que lo haga derrocar a los sátrapas y expulsar  a los poncios  de los nuevos imperios que lo dominan?


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