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jueves, 16 de febrero de 2012




STELLA RUBRA



"Nada me decepciona. El mundo me ha hechizado".

No te olvido, aunque seas ya perfil de aire
que se ha quebrado al contacto de la rosa.







Al releer los poemas de San Juan de la Cruz, de Juan Ramón Jiménez, de Blas de Otero y de otros que frecuento cada vez más a menudo, voy encontrado imágenes que reproducen esas otras que guardo en mi memoria y que en definitiva forman parte de todo lo que fui en otro tiempo y de lo que ahora soy.

Es curioso comprobar cómo  experiencias  que creíamos únicas, que solo nos pertenecían a nosotros, las encontramos impresas en los versos de alguien  que nos precedió en la vida y nos asombramos cómo sus poemas hablan de cosas que pensábamos  haber vivido solo nosotros y, que sin embargo  evocan experiencias que otras personas también reconocen como propias.

Así cuando a los quince años llegaste a mi vida en aquellos días de primeros de curso, en aquel tiempo  difícil en el que me embargaba la tristeza que surgía de amarlo todo sin saber lo que se ama, tal como escribió Juan Ramón, aquellas imágenes las evoco cuando deslizo mis ojos cansados por un0 de l0s poemas de Blas de Otero:

“Tú, incólume. Tus quince años, torre de esbeltas, ágiles aiguilles: alrededor la noche. Tú, incólume. Mecida por una brisa que viene del centro de tu corazón [va y viene]: alrededor la noche. Alrededor la noche. En la ruleta del cielo ruedan, giran los astros [vertiginosamente]: Tú, incólume.
                        
La larga noche de piedra donde estábamos y en la que los corazones de los hombres que a lo lejos acechaban estaban también hechos de piedra. Aquella noche que describía Celso Emilio Ferreiro contrastaba con las risas de aquellos colegiales que vivían como en peceras llenas de colores. ¿Eran invisibles aquellos muros de piedra y las tinieblas; el suelo y las rejas; las puertas, el aire, las ventanas, las miradas? De aquella noche saliste como la estrella de la mañana, sencilla y lejana, incólume.  

Entonces surgieron sensaciones nuevas, sentimientos que no acertaba a definir con precisión.  No sabía que existen palabras que pueden usarse como comodines en el juego de la vida. Llamar al pan, pan; y al vino, vino no es siempre la mejor baza… La metáfora, la metonimia son recursos que ayudan   a usar las palabras en partidas decisivas, pero la inexperiencia hacía que las combinara  con torpeza y, en ese juego que es la vida comencé perdiendo los primeros envites. En aquellos tiempos las palabras se utilizaban para enmascarar realidades perversas; nosotros buscábamos el significado preciso… en un mundo donde predominaba la envoltura.  

Quizás por eso pensé en cambiarte el nombre por Stella Rubra. No sospechaba toda la simbología que había en relación con aquel pentagrama que había descubierto un día dentro de un un viejo arcón, que mi madre había heredado de su madre y esta de su padre, el cual  lo heredó de su madre, María de las Mercedes Monescillo y Viso, quien a su vez lo recibió de su madre, la buena de María Viso, cuyo hijo fue Arzobispo de Toledo. Aunque aquel arcón solía estar cerrado con llave, un día me lo encontré abierto; esto me permitió indagar en su interior. Así fue como en uno de aquellos escarceos encontré restos del  uniforme militar que perteneció a uno de mis abuelos. Cuando tuve en mis manos aquellas prendas, que mi madre guardaba con profunda veneración, se me abrieron unos deseos irrefrenables de saber cosas relacionadas con aquel hombre que un día no lejano había vestido el  uniforme, del que ya solo quedaba una gorra y el correaje de cuero. La gorra tenía una estrella roja de cinco puntas, que llamó mi atención desde el primer momento. Se trataba de uno de los símbolos del Ejército de la República,  al que mi abuelo había pertenecido durante los años de la guerra.

Aquella estrella de cinco puntas era similar a la que mostraban algunos personajes de los tebeos de Hazañas Bélicas, aquella serie dedicada a la II Guerra Mundial, aunque muchos de sus episodios hacían referencia a la guerra de Corea. Como dato curioso recuerdo que los buenos eran siempre los aliados y a veces, incluso los alemanes si estos luchaban contra los comunistas. En Corea luchaban los marines americanos contra los coreanos comunistas, a los que también se denominaba diablos rojos.  En definitiva, los malos siempre eran  comunistas, que llevaban en sus uniformes la estrella de cinco puntas, igual a la que aparecía en la gorra que descubrí en el arcón de mi casa.  

La guerra civil todavía formaba parte de muchas familias españolas. El recuerdo de los que murieron durante la contienda o de los que desaparecieron en los primeros años de lo que se llamó la posguerra, los años del hambre, seguía presente en muchas casas; por otra parte, los vencedores se encargaban de mantener abiertas las heridas, haciendo constantes alusiones a los vencidos, recreándose en la celebración de efemérides relacionadas con su triunfo, como el Día de la Victoria, el 18 de julio o el Día del Caudillo, entre otras. Por ello el descubrimiento de aquella estrella roja de cinco puntas fue un hecho que despertó en mí la necesidad de saber qué había pasado durante aquellos años de guerra. En los tebeos no se hacía referencia a la guerra civil española, aunque sí se mencionaba en los textos escolares, sobre todo en la escuela primaria. Aunque los  planteamientos eran tan maniqueos, que explicaban la guerra como un enfrentamiento entre los que defendían a España y los que querían destruirla; y, como ocurría en los tebeos,  los buenos eran los llamados nacionales y los malos, los rojos.

¿Quién no recuerda aquella  Enciclopedia Álvarez? Era uno de los libros que se usaban en la escuela de aquellos años. Allí  se leía respecto a la segunda República: La segunda República se proclamó en España en 1931 y los cinco años que duró se caracterizaron por una serie no interrumpida de ataques a la religión y por abusos y atropellos de todas clases. Esta era la idea que el régimen mantenía. Según los textos de las llamadas entonces  escuelas nacionales, ante la amenaza de que España cayera en manos del comunismo, fue necesaria una reacción armada y decidida que tomó el nombre de Alzamiento Nacional. La imagen de España en aquellos manuales era una situación de desorden, de ataques a la religión y deseos de implantar el comunismo. Todo ello se simbolizaba en la estrella roja de cinco puntas, la estrella que por primera vez vi en aquel uniforme que había sido de mi abuelo. Ahí se me abren los ojos y descubro que  era de aquellos rojos de las milicias populares. ¿Quiénes eran los enemigos de España? La respuesta siempre era la misma: Los rojos: masones, liberales, comunistas, anarquistas y socialistas. Entonces eran rojos todos los que habían defendido la Republica. ¿Los rojos? En el imaginario de la época los rojos estaban relacionados con el demonio, la masonería, los rusos y bolcheviques. No me lo había inventado yo: lo decía aquel señor bajito y con bigote que hablaba del contubernio judeomasónico cuando se dirigía a los españoles todos los años por Navidad.

El descubrimiento del arcón significó un antes y un después. A partir de entonces, la estrella de cinco puntas fue para mí un icono que estimulaba mi imaginación,  y me introdujo en un mundo idealizado y espiritual, como contraposición a  la longa noite de pedra.

Así fue como aquel pentagrama se convirtió para mí en un icono transgresor en el que concentré toda mi rebeldía. La estrella roja simbolizaba la diferencia. Todo aquello que los sublevados habían transformado en la anti España, que identificaban con la República, contra la que se sublevaron para acabar con ella tras  una larga y sangrienta guerra de aniquilamiento y  exterminio.

Visto con la perspectiva del tiempo pasado, aquella transgresión era subversiva. Una estrella roja de cinco puntas, símbolo de una adolescencia rebelde, que llevaba en mi muñeca izquierda en un colgante de dos caras: en una, el pentagrama; y, en su anverso la fotografía que alguien me regaló para que no la olvidara.

Entonces no lo sabía, pero la educación escolástica con la que me modelaban me convertía en una balsa a la deriva en aquellas aguas engañosas bajo las que se movían turbulentas corrientes. Así me encontré en plena vorágine  platónica, pasada por el  místico filtro de San Juan de la Cruz:

“Cuando tú me mirabas su gracia en mí tus ojos imprimían: por eso me adamabas y en eso merecían los míos adorar lo que en ti vían”.

          Y escribí el primer poema. No fue un poema de amor. Se titulaba Amistad: en una de sus estrofas se describía cómo dos corazones se movían al mismo ritmo, unidos por el istmo de la amistad. No sé, esas cosas que se escriben en la adolescencia, pero que no se olvidan jamás. Tus quince años te permitían correr por la calle, dar saltos como una gacela y reír a carcajadas en las situaciones serias. Ponías tu alegría en cualquier parte. Eras un pájaro de libertad al que admiraba. En las clases de matemáticas conseguías que el profesor perdiera el hilo de sus explicaciones y que terminara ironizando a costa de nosotros. Un día te sorprendí con aquella metáfora en la que relacionaba unos ojos negros con los cepos del fuego. ¿Cuántos años tenía yo entonces? Los suficientes para fijarme en tu perfil griego y en aquella sonrisa que relajaba. Eras algo hortera, una hortera maravillosa que adamabas con aquellos ojos negros como tizones mi acorazonado cerebro  de adolescente.


           Recuerdo a un muchacho que  se enamoró de ti, aquel larguirucho, seco y algo estirado, que siempre parecía mirarnos por encima del hombro. Guardaba celosamente su secreto, hasta que una tarde lo descubrimos. Lo negó una y otra vez. Después de aquello se quedó  como si sufriera el síndrome de  san Pedro, esa vaga melancolía que afecta a quienes están siempre a las puertas del cielo a verlas venir y sin poder participar en los festines de los bienaventurados.

En una ocasión me dijiste que te habían dicho que no salieras conmigo porque era comunista. Pero tú no hiciste caso y siempre que me veías esperabas a que llegase a tu altura para saludarme. Pero mi timidez me impedía estar contigo más de cinco minutos y pronto ponía una excusa para marcharme. Creo que tú te dabas cuenta y te hacía gracia, pero nunca te burlaste por ello. Algunos años después nos encontramos casualmente. Ya eras una mujer. El teatro era ya una de las grandes pasiones de tu vida. Nunca más te volví a ver.

Después de muchos años todavía sigo pensando en ti con tu rebeca verde, tu falda a cuadros y tus zapatillas rojas Aquellas zapatillas cuyo color  fue el motivo por el que te llamé Stella Rubra. Tenías todos los atributos de aquel pentagrama: inteligencia, magia…  

 “Porque  recuerdo que tenías diecisiete años, y todos de oro. Y las sandalias que te ponías en primavera, pececitos rojos.”
¿Cómo es posible que no se olvide a alguien con quien solo intercambiaste unas palabras? ¿Es motivo suficiente que compartieras unos paseos por los lugares mágicos de tu vida en los que te iniciaste en los misterios del corazón? Su imborrable recuerdo después de tantos años parece decirme que sí,  aunque ahora esté arrancando días y noches de mi vida para que no me hagan llorar más unas láminas amarillas en las que un día escribí:

Tú te llamabas equis, te llamabas
estrella, paloma, trigo, mentira.
De todos tus nombres solo recuerdo
el más tuyo, el que mejor te nombraba.


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